Justicia histórica o las fosas del pasado

Un viejo comunista, maestro de decencias y espejo de malaventuras, por quien siento el mayor de los respetos y cuya intención merece el mejor de los elogios, me pide opinión acerca de la pretensión de Izquierda Unida (IU) de que el proyecto de Ley de la memoria histórica -el nombre técnico es más largo y menos fatuo- contemple la declaración de nulidad de todos los consejos de guerra del franquismo. A la petición me adjunta el texto de la enmienda en la que, al parecer, han colaborado un magistrado emérito del Tribunal Supremo y un ex fiscal, y yo le agradezco que se haya acordado de mí para la consulta. Primero, porque pienso con él que aquella guerra que pudo haberse evitado fue la calamidad mayor que nos deparó la Historia de España. Y, después, porque me da la oportunidad de decir que estoy con quienes sostienen la imprudencia de esa ley, cuya finalidad, que no es otra que resucitar aquel tiempo de horror, preferiría ver rechazada por todos y cada uno de los partidos políticos.

Hace ahora dos años expuse, en estas mismas páginas, mis razones en contra del empeño de algunos por abrir juicio a la historia del franquismo. Fue a propósito de la retirada de estatuas, el cambio de destino de no pocos monumentos o la revisión de procesos judiciales ya fenecidos. Entonces dije que tales iniciativas eran escasamente oportunas por cuanto que no conducían a otra cosa que a desenterrar a los muertos y, lo que es peor, a reavivar, consciente o inconscientemente, un período cainita superado con la Transición, aquella obra modélica que consistió en pasar de la dictadura a la democracia sin caer en el revanchismo ni enrojecer el paisaje.

Pues bien, al igual que ayer, hoy me pregunto ¿por qué esa obstinación en levantar España sobre las cenizas de España? El síntoma es grave y el diagnóstico, más grave todavía. Para Voltaire, la historia del mundo no es sino el recuento de sus crímenes, aunque quizá sea peor aún que haya gente que, lejos de sortear los escollos que nos salen al paso, prefiere hacer alto, echar el ancla y detenerse. ¡Ya está bien! La política no se mueve en el mundo de los fantasmas. A los recuerdos colectivos que nos producen rubor y dolor hay que enterrarlos.

Don Antonio Cánovas del Castillo, que sabía con exactitud el número que calzaba cada cuál en política, dejó escrito que la política es el arte de aplicar en cada época de la Historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible. Lo malo es cuando se ensaya a buscar salidas airosas no para el ideal sino para la persona o su deteriorado y oscuro porvenir. Más o menos, lo que escribía el director de EL MUNDO en su carta dominical del 17 de diciembre de 2006. Prohibido entretenerse contando otra vez los mismos muertos, se titulaba. En ella advertía a los lectores de que la esencia del proyecto gubernamental pivotaba sobre la gran falacia de que la sociedad española tiene una deuda pendiente con las víctimas del franquismo y de la Guerra Civil y que cuando el ajuste de cuentas estaba ya exclusivamente en manos de los historiadores, contra todo pronóstico y sin que mediara demanda social relevante alguna, el presidente Zapatero lo reintroduce en la agenda política.

Con su iniciativa, lo que Izquierda Unida postula es una revisión, a modo de causa general, de todos los procesos tramitados ante la jurisdicción militar durante la dictadura del general Franco -alguien podrá preguntar ¿y por qué no los celebrados ante el Tribunal de Orden Público?- para lograr una auténtica justicia histórica. Aparte de razones jurídicas -res iudicata pro veritate habetur, o lo que es igual, «la cosa juzgada no es la verdad pero se la considera como verdad», o sea, la seguridad jurídica-, particularmente creo que se trata no más que de un espejismo. Para mí, la propuesta planteada rebasa los cauces jurídicos -también políticos-, erróneos, sin duda, para entrar en los de una mentalidad que no acaba de sazonar. Aquí hacen falta expertos -psiquiatras, entre otros- que dictaminen si con añorantes y progresistas a la violeta un país puede avanzar. Mientras esos personajes a los que aludo ignoren el elemental supuesto de que la Historia es un bien fungible, estaremos siempre con la amenaza del atolladero.

Con muy certeras palabras, Albert Camus distinguía entre quienes hacen la Historia y quienes la sufren. Para mí, los segundos son los que la empujan y pasan a engrosar sus capítulos no más que en letra minúscula y diminuta. En la orilla de enfrente están los que se afanan en innovar una Historia a base de remover el vertedero o la fosa común. Son, sin duda, los que viven del presupuesto y alimentan las páginas de pasquines y folletos que alguien acaba por creerse. La materia prima de la Historia es el hombre en carne y hueso y no debe ser mercancía objeto de manipulación, sino aguja de marear para futuras singladuras. De ahí que cuando oigo hablar de que hay que hacer justicia histórica es como si una rata me mordiera en los intestinos. Lo siento, pero ante el desmán del rábula o leguleyo, en mi cabeza no cabe más memoria que la que sirve para reconstruir las dos únicas historias ciertas: la sagrada y la natural. Lo he dicho muchas veces. El pueblo español estuvo siempre a mucha distancia, por encima, de los políticos y ha sido el histórico pagano, a un precio demasiado costoso para sus energías, de los dislates de sus gobernantes. No nos cansemos en declarar lo que es indubitado. La Historia es irreversible. En estos momentos los españoles estamos en una coyuntura capaz de borrar las mil telarañas de aquel incivil enfrentamiento. El pueblo español no tiene necesidad de volver la cara y rememorar los dolores pretéritos, sino de mirar para adelante y soñar con la próvida libertad, esa bendición que quieren negarnos quienes hacen del terrorismo su modo de vida. Pienso que el deber de todos es ayudar a caminar por la sosegada y eficaz senda iniciada con la Constitución de 1978, en la que las sugerencias extravagantes y las declaraciones solemnes quizá suenen demasiado a sepulcro blanqueado. Para confundir al personal basta con montar una tarima y poblarla de personajes ruidosos con ganas de jugar con las cartas del trilero.

La Historia de España ha de escribirse de nueva planta. Los decorados de cartón piedra ya no sirven. Demasiadas cosas y demasiadas vidas se dilapidaron. Lo que importa no es el pasado sino el hoy. Son las víctimas de la democracia las que deben obsesionarnos y no nuestros antepasados sacrificados en aquel terrible y muy remoto anteayer. No nos empeños en lo negativo, aunque a veces pueda resultar reconfortante. Aún más lo es sepultar el sufrimiento. No hagamos leyes con nuestras pérdidas y no se olvide que todos perdimos.

Las almas de los muertos beben las aguas de Leteo, el río del olvido y de nada vale reanimar lo que ya es carne de la Historia. Ni las crónicas, ni las esquelas, ni las fotografías en tono sepia son la vida, sino una gélida fuente de dolor. Pasemos una esponja sobre las fechas amargas. Sobre éstas y esgrimiendo la figura jurídica que se llama prescripción o, si se prefiere, cosa juzgada, creo que es preferible correr un tupido velo y me alegra poder decirlo así. Lo siento, pero conmigo que no cuenten para la agria sandez de ver a unos y otros como se lanzan sumarios a la cabeza.

A modo de conclusión, mi opinión, que gustosamente someto a otras más fundadas, es que ante el proyecto de ley que se discute en el Congreso de los diputados y vista la enmienda del grupo parlamentario que preside Gaspar Llamazares, es necesario sentar las siguientes premisas:

Primera. La memoria, si se sabe leer y releer con ojos limpios, no es arma de revancha.

Segunda. Recordar la Guerra Civil no es volver a vivir, sino todo lo contrario.

Tercera. Si para algo sirve el tiempo es para cicatrizar y reflexionar; en una palabra, para madurar.

Cuarta. La proposición de IU representa el pasado, y el pasado, no se olvide, siempre pierde.

Son éstas unas pautas que algunos añorantes -políticos y no políticos- suelen olvidar, quizá porque están en la inopia. Tranquilícense los intranquilos, retírense del mundanal ruido los jubilados no resignados y dejemos que España siga andando con pies ágiles. En política -también en justicia- quien mira para atrás y a destiempo acaba convirtiéndose en estatua de sal, como la mujer de Lot. La llamada justicia histórica es agua pasada que no mueve molino. Dejemos en paz a los ajusticiados en aquel tiempo de sangre y mierda, y vivamos con la esperanza de no ver crecer su doloroso montón.

- «No entiendo la dirección de esa estrella», le dijo un hombre a otro.

- «Ni yo -le contestó-; qué más da, el surco, está ahí».

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.