Justicia: la regla de nadie

El ejercicio del poder por los jueces responde a la racional presunción de que disponen de una especial capacidad para interpretar los valores públicos contenidos en textos dotados de autoridad y resolver los conflictos que se les presentan. Pero su legitimidad no solo depende del cómo se les atribuye competencia para ejercerlo sino, de forma prioritaria, del cómo se ejerce. El déficit originario, y cuasi irreductible, en cualquier sistema político avanzado, de legitimación democrática de los jueces traslada el problema de la legitimidad a la necesidad de que aquéllos cumplan con un riguroso cuadro de condiciones legitimantes. La demanda social de justicia no se satisface solo porque se decida sobre el caso sino porque se decida bien, con buenas razones, explicadas y explicables, y, además, en un tiempo razonable.

Dichas condiciones deben garantizar, por un lado, que la firma de un juez al final de la resolución es la consecuencia de una adecuada reflexión y de su participación activa en el proceso dialógico que la precede y, por otro, que ha asumido una responsabilidad individual por la decisión adoptada. Este sentido de la responsabilidad del juez resulta indispensable como elemento fundacional del modelo de justicia en toda sociedad democrática pero, además, como factor decisivo para motivar que los jueces cumplan adecuadamente con las funciones que la Constitución les encomienda.

Pero sentado lo anterior ¿cómo puede asegurarse que los jueces y juezas que integran el poder judicial satisfagan el programa de condiciones legitimadoras? ¿Qué debe hacerse para que toda decisión judicial sea el resultado de un ejercicio de responsabilidad individual que permita, por un lado, la mejora interna del sistema y, por otro, el control constitucionalmente exigible de las consecuencias que se derivan de la concreta decisión adoptada?

El intento de respuesta a las anteriores cuestiones nos acerca al marco burocrático en el que se desenvuelve la función judicial. La creciente demanda de justicia y la mayor complejidad de los conflictos que llegan a los tribunales hacen indispensable y, en cierto sentido, deseable una organización de tipo burocrática. La firma reflexiva del juez reclama, por tanto, la puesta en funcionamiento de un complejo engranaje administrativo que organice los procesos decisionales. En lógica consecuencia al aumento de necesidades de respuesta judicial, la organización burocrática de los cauces que la permiten debe también ajustarse a elementales condiciones de eficacia.

La burocracia judicial, sin perjuicio de sus especialidades, debe responder a los tres rasgos propios de toda organización compleja: la presencia de una gran cantidad de actores, la división de funciones o de responsabilidad entre éstos y el recurso a la jerarquía como instrumento de control y coordinación de sus actividades.

¿Responde nuestro modelo burocrático de organización del poder judicial a los fines a los que debe servir?

¿Resuelve las necesidades crecientes de división del trabajo y de desarrollo coordinado de los complejos mecanismos funcionales, horizontales y verticales, en los que se desenvuelve la administración de justicia? ¿Es compatible con las exigencias del trabajo judicial responsable y eficaz?

Creemos, sinceramente, que no. Y no solo eso. La degradación del sistema burocrático además de no ofrecer respuestas compatibles con las crecientes tasas de complejidad de la organización está favoreciendo un inasumible proceso de burocratización que, en mayor o menor medida, afecta a todos los que participan en el mismo.

Esta pendiente pronunciada por la que se desliza la administración de justicia pone en evidencia la progresiva sustitución de la burocracia como sistema de reglas del modelo weberiano por la burocracia como regla de nadie, en los descriptivos términos utilizados por Hanna Arendt. Una burocracia amórfica, infradotada, desvinculada de la obtención de fines de mejora, que emerge como una estructura que, como precisa Owen Fiss, posibilita, por un lado, el uso irreflexivo del poder público y, por otro, la desresponsabilización de los que intervienen en el mismo. La ausencia de mecanismos organizativos que respondan a estándares racionales de reparto de funciones hace que la responsabilidad termine siendo compartida por una gran cantidad de personas y entes inanimados y, a la postre, diluyéndose.

Cabría objetar que, en todo caso, la imposibilidad de individualizar responsabilidades por los resultados patológicos no desplaza la responsabilidad corporativa. Pero siendo cierto lo anterior, el problema subsiste porque, precisamente, la clave de la bóveda para el adecuado funcionamiento de un poder como el judicial reside en garantizar las condiciones para que el sistema funcione desde la asunción motivada y ética de la responsabilidad individual. Si dichas condiciones no se dan se amenazan los fundamentos morales del modelo de justicia. Como ha destacado Arendt, la experiencia social ha demostrado que cuando en una organización de poder público se difumina la idea de la responsabilidad individual y se sustituye por la corporativa, aquélla puede embarcarse en cursos de acción poco sujetos a límites.

Los trágicos sucesos de Huelva creemos que sirven de triste confirmación de lo hasta ahora dicho. No pretendemos diseccionar el caso, analizando las fuentes de responsabilidad, sino poner sobre la mesa del debate público que, precisamente, las dificultades para identificarlas son la consecuencia del proceso de patológica burocratización que sufre la administración de justicia en nuestro país.

No podemos negar que los ciudadanos tienen motivos para pensar que la firma que cierra la resolución que da respuesta a su problema no es producto de la mejor reflexión y del más adecuado proceso dialógico. Y tienen motivo, también, para considerar que esa razonable presunción de que los jueces estamos capacitados para el ejercicio del poder que se nos confía no lo es tanto. Pero, al tiempo, creemos necesario poner de relieve que las condiciones para el ejercicio responsable de la función judicial son, en muchos casos, insuficientes y, en otros, simplemente irracionales.

Las fuerzas políticas fueron conscientes del grave problema organizativo que acecha a la justicia y pactaron, hace ya más de siete años, la necesaria reforma de su modelo burocrático, precisando, incluso, los ejes de racionalizacion en que se basaría. Pero lejos de acometerla, se han limitado a micromodificaciones que han puesto aún más de relieve la insuficiencia del modelo actual. Ni una palabra se dedicó a la administración de justicia en las cuatro horas de debate televisado entre los dos principales candidatos en las pasadas elecciones.

La oficina judicial sigue siendo un territorio promiscuo. Los que trabajan en ella no tienen claro a qué criterios o reglas de organización y dirección responde. El juez es, al tiempo, observador pasivo y director, el secretario judicial puede coordinar o abstenerse de hacerlo invocando reglas que se ubican en un mismo texto legal, los trabajadores se ven sometidos a tres tipos de relaciones funcionales, con reglas de jerarquización diferentes y, en determinados aspectos, contrapuestas.

Las cargas de trabajo entre órganos jurisdiccionales están descompensadas. Algunos disfrutan de cargas levísimas. Otros sufren cargas irracionales, inasumibles. Unos cuentan con medios materiales modernos y abundantes. Otros carecen de los más elementales, desarrollando, además, la función en condiciones precarias de seguridad e higiene laboral. La tasa de interinidad funcionarial en algunos territorios supera la de funcionarios de carrera. La movilidad, también en determinadas zonas del país, frustra cualquier planificación de mejora.

Mientras tanto, desde el Gobierno de los jueces algunos siguen empeñados en lograr su mayor deslegitimación social y constitucional y en generar una desconfianza generalizada entre sus propios gobernados. La situación es muy grave. No puede seguir aceptándose que la regla de nadie siga desmoralizando el sistema de justicia y favoreciendo que sus principales actores junto a las administraciones y el Parlamento miren a otro lado como si no fueran responsables del derrumbe.

Javier Hernández García (JD), Roser Bach Fabregó (JD), Jesús Barrientos Pacho (FV), Carmen Royo Jiménez (FJI), Luis Rodríguez Vega (APM), Juan Pedro Yllanes Suárez (FV), Sebastián Moralo Gallego (FV), Miguel Ángel Gimeno Jubero ( JD), María Cristina Ferrando Montalvá (APM) y Armando Barrera Hernández (FJI), magistrados que pertenecen a las cuatro asociaciones Asociación Profesional de la Magistratura, Jueces para la Democracia, Francisco de Vitoria, y Foro Judicial Independiente.