Justicia para Lluís Companys

El 15 de octubre próximo hará 75 años que el presidente de la Generalitat Lluís Companys fue fusilado en el castillo de Montjuïc. Companys ha sido, y todavía es, un personaje bastante polémico, dado que su actuación, sobre todo durante la Guerra Civil, ha sido objeto de discusiones apasionadas y no siempre muy rigurosas. Si hasta el año 1936 las derechas catalana y española habían manifestado un notable menosprecio hacia su persona, al acabar la guerra lo odiaban profundamente al considerarlo un cómplice de los asesinatos de la retaguardia. Para ellas, Companys era un revolucionario más. Pero también al fin de la guerra, dentro del mundo de las izquierdas, Companys era una figura polémica y algunos lo censuraban por haberse mostrado poco firme frente los excesos revolucionarios. Su ignominiosa ejecución sirvió, sin embargo, para rescatar a su persona de estos debates apasionados y para colocarlo en otro y menos discutido lugar: era la autoridad republicana más destacada fusilada por el general Franco, era “el presidente mártir” de Catalunya.

Lluís Companys formó parte de aquella generación de la izquierda catalana de comienzos del siglo XX que se enfrentó a un triple reto político: catalanizar el republicanismo, desvinculándolo del españolismo que representaba el lerrouxismo; republicanizar el catalanismo, ante la influencia conservadora y monárquica de la Liga Regionalista; y politizar el obrerismo, haciéndolo participar en la vida política y electoral. A pesar de ser considerado poco catalanista por los sectores más nacionalistas, Companys fue desde abril de 1931 la segunda autoridad de Catalunya. Hizo de hombre puente con Madrid, como cabeza de la minoría parlamentaría catalana que defendió el Estatut de 1932 y como efímero ministro de Marina del Gobierno Azaña a mediados de 1933. Y también se reafirmó como segundo hombre del nuevo régimen y de Esquerra Republicana, convirtiéndose en el primer presidente del Parlament catalán y el sucesor de Francesc Macià en la presidencia de la Generalitat.

Companys fue el gran protagonista de los Fets d’Octubre de 1934, unos sucesos a menudo mal interpretados. Aquello no fue un intento de secesión de Catalunya, sino de regenerar la república, apelando al espíritu del 14 de abril de 1931. Fue una revuelta ilegal contra un gobierno legítimo, ciertamente. Pero en él estaban las derechas antirrepublicanas de José María Gil Robles, un político que entonces miraba más hacia Dollfuss, Hitler o Mussolini que hacia Chamberlain o Deladier. Recientes estudios sobre estos hechos señalan la necesidad de enmarcarlos en la agitada Europa de entonces. Es conveniente recordar que a los seis meses de llegar democráticamente al poder Adolf Hitler ya actuaba como un dictador.

Fracasada la revuelta, Companys fue juzgado, condenado, encarcelado en el Penal del Puerto de Santa María y liberado merced a la victoria de las izquierdas en febrero de 1936. Su retorno triunfal a Barcelona mostró que era el político catalán más popular incluso entre las izquierdas españolas.

El 19 de julio de 1936 dirigió la defensa de la legalidad republicana frente a los militares golpistas, pero al día siguiente se vio desbordado por los acontecimientos y se encontró con una inesperada revolución social. Ante esta dramática encrucijada el presidente Companys tenía tres opciones: abandonar el poder y dejarlo todo en manos de los revolucionarios, por lo cual habría pasado a la historia como un irresponsable; intentar desarmar a los comités, provocando un violento conflicto dentro de la misma Catalunya con dudosas posibilidades de ganar; o buscar restablecer la legalidad a base de pactar con los revolucionarios. Creo que mucha gente no ha considerado demasiado este dramático dilema: ¿qué habría hecho usted si hubiera estado en su lugar?; ¿cuál de las opciones era la preferible, o la menos mala? Lluís Companys se inclinó por defender, por encima de todo, la legalidad republicana, que era contra la que iba la rebelión militar. Pero eso implicaba, como mal menor, tener que pactar con los revolucionarios y aceptar muchas de sus imposiciones. Se esforzó, como pocos, en frenar la violencia gratuita desatada, salvó un montón de vidas, tuvo que frenar a algunos de los suyos y consiguió recuperar poco a poco el control de la situación. Serían bien pocos los que comprendieron entonces las dificultades y sacrificios que eso supuso. En el año 1939, ya en Francia como presidente de un gobierno derrotado, Companys fue objeto de reproches incluso por parte de algunos de sus colaboradores. Se negó a abandonar a su suerte a su hijo enfermo y no quiso huir de la Francia ocupada por los nazis, que lo detuvieron y entregaron a las autoridades franquistas.

Seguramente este año se publicarán más estudios sobre Companys y continuará el debate sobre su actuación, esperemos que en términos rigurosos y desapasionados. Ahora bien, sería inaceptable que 75 años después de su ignominioso consejo de guerra, la justicia española siguiera negándose a declarar nula aquella farsa. Esta es una cuestión de voluntad política, dado que los jueces están obligados a aplicar las leyes, pero resulta que en España, a diferencia de la mayoría de los países democráticos, sigue admitiéndose que el marco jurídico en que actuaron los consejos de guerra franquistas era legal. Si este año el Estado español, que es a quien le corresponde, no anula el proceso a Lluís Companys, será una nueva muestra de la baja calidad de la democracia española. ¿Tendrán que ser las instituciones catalanas quienes, por dignidad, lo enmienden cuando tengan atribuciones para hacerlo?

Borja de Riquer, historiador.

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