Justicia, política y bipolaridad

Se registra en España una creciente e insoportable, verdaderamente asfixiante, bipolaridad. Una escisión política en dos bloques antagónicos cuya confrontación ha permeado las instituciones y buena parte de la sociedad en su conjunto. La confrontación política es normal en los sistemas democráticos y encuentra en los parlamentos nacionales y en las demás instituciones electivas o de representación popular su foro propio de expresión. El problema es que en España, y más que nunca desde el inicio de la actual legislatura, esta simplista y monocorde confrontación política -el tradicional 'o conmigo o contra mí'- ha rebosado el marco de esas instituciones electivas y salpica ámbitos que deberían permanecer absolutamente al margen de la misma, como lo es, desde luego, la Justicia.

El último escenario de esta confrontación es el Tribunal Constitucional, pero lo han sido antes la Audiencia Nacional, los tribunales superiores de Justicia de las comunidades autónomas, el Consejo Fiscal y, desde luego, lo es cotidianamente el Consejo General del Poder Judicial. Esto es algo muy preocupante, que va más allá de la mera coyuntura política y que debería llamarnos a todos a reflexión, puesto que están en cuestión las garantías jurídicas de todos y cada uno de los ciudadanos.

Desde las primeras interpretaciones del Estado moderno, la Justicia es la función primordial que justifica su creación. Las doctrinas contractualistas de Hobbes, Locke, Montesquieu o Rousseau sostenían que el contrato social, por el que los ciudadanos dan vida al Estado, atribuía a éste las funciones de elaborar las normas por las que se rige la vida de la comunidad, procurar su aplicación y resolver los conflictos entre los ciudadanos. En el desarrollo democrático de la teoría contractualista, la elaboración de las normas corresponde a los representantes del pueblo y, por lo tanto, esta función está, por esencia, sometida a la regla de la mayoría y a la cambiante opinión política del pueblo. Las funciones de aplicación de la ley -por la Administración pública, la Policía- y de resolución de conflictos entre los ciudadanos -la Justicia-, en cambio, deben mantenerse al margen del debate político cotidiano y deben ejercerse con neutralidad, para garantizar a todos un trato no discriminatorio -injusto- en función de ideas o posiciones políticas. Y, claro es, la neutralidad política no se consigue tanto con el proceso de designación de los magistrados, como por el ejercicio de esa función de una manera autónoma, independiente, sin presiones ajenas del poder político, y, sobre todo, sin profesión alguna de fe política o partidista por parte de quienes ejercen esa alta función de árbitros sociales.

En España no se han hecho bien las cosas, ni en el diseño del marco jurídico de la Administración de justicia, ni en la práctica que algunos hacen de la misma. Y la consecuencia es evidente: es difícil encontrar en nuestro entorno democrático una justicia más sometida a presiones políticas y una justicia más politizada, donde el protagonismo de algunos jueces y fiscales se debe más a su alineamiento con una u otra concepción política que a la relevancia o bondad técnico-jurídica de sus decisiones profesionales.

El problema reside, por un lado, en que la normativa que rige la organización de la justicia en España permite esta politización, y, por otro, en que los partidos políticos -todos- han querido siempre utilizar este resorte en su favor. Este problema se manifiesta de manera paradigmática en el caso del Consejo General del Poder Judicial, cuya elección corresponde al Congreso y al Senado. De los 20 miembros del órgano (además de su presidente, que es el del Tribunal Supremo), 12 han de ser jueces y magistrados, y los candidatos a cubrir esos puestos han de ser propuestos al Congreso y al Senado, necesariamente, bien por las asociaciones profesionales de jueces y magistrados, bien por un mínimo del 2% de los jueces y magistrados en activo.

Ello, con toda evidencia, da un protagonismo de relevancia constitucional a las asociaciones profesionales de jueces y magistrados, llevándolas necesariamente a una competencia política que es impropia de su carácter. Competencia que luego se transfiere a la labor cotidiana del órgano. Ello, además, viene acentuado por el hecho de que los ocho miembros restantes -que no es necesario que sean jueces- sean elegidos mediante la práctica de cuotas: sistema por el cual los partidos, de mutuo acuerdo, se atribuyen mutuamente un número determinado de miembros, dándose recíprocamente autonomía para designar a las personas que han de ocupar esos puestos.

Así, aunque la Constitución y la Ley Orgánica del Poder Judicial exigen una mayoría muy elevada en el Congreso y en el Senado para elegir a los miembros del Consejo -tres quintos de cada Cámara-, el acuerdo político hace que los designados lo hayan sido, en realidad, por voluntad del partido o grupo que les propone, y no como resultado de un debate sobre la idoneidad de las personas propuestas para el cargo. Y, claro es, este tipo de designación crea inevitablemente una relación clientelar, una dependencia político-partidista de los así designados.

Y, en lo que se refiere al Tribunal Constitucional, nos encontramos exactamente con el mismo problema. Si bien la Constitución exige que, de los doce magistrados que componen el Alto Tribunal, los ocho que han de elegir el Congreso y el Senado lo sean por mayoría de tres quintos de sus miembros, en realidad de nuevo aquí se aplica la práctica de la distribución de cuotas entre los partidos, buscando el consenso, no sobre común acuerdo con respecto a la idoneidad de los designados, sino sobre el respeto de las candidaturas presentadas autónomamente por cada uno de los partidos políticos. A ello se añade la posibilidad que tiene el Gobierno de nombrar libremente dos magistrados, mientras que los dos restantes los propone el Consejo General del Poder Judicial, mediante un acuerdo de similares características.

Conclusión: es la política, y con criterios partidistas, la que designa a las más altas instancias de la justicia constitucional y de la justicia ordinaria en nuestro país. Y el problema es tan grave que, incluso con menosprecio de la competencia profesional de las personas designadas -que queda oscurecida por el sistema de designación descrito- y para desprestigio de las instituciones, los medios de comunicación y los ciudadanos de a pie pueden hacer cábalas -no muy desatinadas- sobre el posible resultado de determinadas decisiones jurisdiccionales, teniendo en cuenta la adscripción política, el origen de la designación de los miembros de estas altas instituciones constitucionales

La solución a este problema no puede ser otra que el cambio radical en la práctica de los sistemas de selección de los cargos mencionados: suprimiendo la participación, como tales, de las asociaciones de jueces y magistrados en este proceso y exigiendo sólo un número mínimo de firmas de jueces y magistrados para hacer las propuestas; suprimiendo el sistema de cuotas entre partidos y obligando a que los candidatos a ocupar estos puestos pasen por un control parlamentario y público de idoneidad donde se discutan públicamente y se pongan en evidencia los méritos profesionales de los candidatos.

En todo caso, hay que hacer un cambio y hay que hacerlo ya, pues tan malo o peor que el hecho de que haya una justicia lenta o ineficiente es que haya una justicia en la que los ciudadanos no crean o puedan prever sus decisiones por motivos políticos y no de legalidad. Lo contrario es tener un Estado sin garantías, un Estado al que le falle la razón principal de su existencia.

Antonio Bar Cendón, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia.