¿Justicia social o federalismo?

En los últimos tiempos los debates de nuestro país se centran preferentemente en el modelo de Estado que podemos querer para el futuro próximo, si deseamos una estructura autonómica, autonómica reformada, federal o la disgregación sin más. Naturalmente, la urgencia de discutir sobre estas opciones viene provocada por la inminencia de la consulta catalana y cuanto ella implica, pero es preciso preguntar si el tema por sí mismo es tan urgente o lo es mucho más el de la justicia social.

Los datos de informes como los de Cáritas son aterradores: familias cuyos miembros no allegan ningún ingreso, parados de larga duración y sin expectativas de futuro, trabajadores empobrecidos, dependientes que no ven llegar sus ayudas, inmigrantes que mueren antes de llegar a la costa. Éstos son problemas a la vez urgentes e importantes, y como la vida política consiste en priorizar, en establecer un orden entre los asuntos que reclaman una atención sin dilación posible y los que pueden quedar para más adelante, es a ellos a los que habría que dedicarse en primer término. En un Estado social y democrático de derecho, como es el caso de España, es prioritario proteger los derechos básicos de las gentes, sean ciudadanos de pleno derecho o inmigrantes, porque en eso se juega su legitimidad.

Por si faltara poco, ésa es también la clave de una socialdemocracia que debería jugar sus cartas a las exigencias de justicia social, más todavía cuando son tan urgentes y, desgraciadamente, tan auténticas. Otras reclamaciones pueden venir atizadas por partidos políticos o por grupos interesados en ello, pero las que proceden del hambre, la pobreza, la atención sanitaria o la educación son una realidad inapelable, una realidad que no se deja manipular. Responder a esas reclamaciones es, a mi juicio, la tarea prioritaria de cualquier partido político que se entienda a sí mismo como socialdemócrata. En la defensa de los derechos de primera y segunda generación de las gentes debería jugarse sus cartas.

Optar por un modelo de Estado u otro no es una exigencia urgente de los peor situados, sino una cuestión importante, que puede y debe plantearse a más largo plazo. Sin duda la Constitución no es sagrada y puede modificarse. Nada es sagrado, excepto las personas, y para los creyentes, también Dios. Las Constituciones pueden cambiarse, pero, si parece conveniente hacerlo, hay que pensar muy bien hacia dónde se quiere ir, no sea cosa que el remedio sea peor que la enfermedad.

Que sea federalismo en nuestro caso no está claro, qué supuestas naciones españolas son las que deberían federarse se ignora totalmente, porque la historia de los länder alemanes que suelen tomarse como referencia es completamente distinta, qué ventajas tendría ese cambio para todas las actuales comunidades autónomas no lo dice nadie, ni tampoco si la resultante sería un federalismo simétrico o asimétrico, decisión que sin duda abriría de nuevo el debate con crudeza si cabe aún mayor.

¿Es la apuesta por un enigma como este algo que distingue a los proyectos progresistas de los que no lo son?, ¿o puede decirse con toda claridad que la entraña del socialismo es la justicia social, amén de ser lo que reclama la mayoría aplastante de los ciudadanos? Aunque sólo fuera por estrategia, en esas exigencias de justicia habrían de poner su mejor esfuerzo quienes deseen atraer el interés de las gentes, preocupadas por sus problemas diarios. Pero es que además ni siquiera se trata sólo de una cuestión de estrategia, sino que es una seña de identidad de elemental coherencia para una propuesta progresista que quiera estar en su sitio en el nivel local y global. Aquí, una vez más, lo justo se une a lo conveniente.

En este verano de 2014 España se ve enfrentada, junto a los demás países, a retos de tal envergadura que no atenderlos sería muestra de un autismo intolerable. Es preciso comprometerse a fondo con las instituciones europeas e internacionales, creando aliados y no adversarios, para poder solucionar conjuntamente problemas sangrantes como los de la inmigración, los conflictos bélicos de Europa y Oriente Próximo, pero no solo ellos, la pobreza, el hambre, la falta de acceso al agua, los cambios geoestratégicos que sitúan en un lugar privilegiado a China, un país donde están prohibidas las asociaciones que se ocupan de los derechos humanos.

Y es preciso hacer frente sobre todo a la financiarización de la economía, que es la clave del movimiento global. El último informe PISA de la OCDE no ha podido ser más elocuente: considera tan importante evaluar las capacidades financieras de los adolescentes europeos como valorar su comprensión lectora o su competencia en Matemáticas y Ciencias Naturales. Al fin y al cabo, parece ser el mensaje, es bueno que vayan aprendiendo a vivir en un mundo cuya alma es la economía financiera.

Ante desafíos de esta envergadura, ante la necesidad de acabar con la corrupción de un signo u otro y con el desvío de fondos a paraísos fiscales, el localismo es una traición a nuestro ser humanos, y un partido socialdemócrata debería recordar que la justicia social es su seña de identidad, además de una excelente estrategia.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR.

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