Parto de un axioma de asentimiento no difícil: la Justicia figura, por derecho propio, en uno de los primeros lugares de la nómina de lo que en España, desde hace casi 30 años, entendemos por sistema constitucional. A lo largo de estas tres décadas, la Justicia ha ido mudando su papel y, en no poca medida, también de formas. Una de esas evoluciones ha sido el interés por lo que los tribunales hacen en sus salas de audiencia. Tan es así, que raro es el día que la televisión no dedica buena parte de sus imágenes a las crónicas judiciales. Incluso da la impresión de que se cometen muchos más delitos que buenas acciones, aunque, como diría el gran jurista Carnelutti, lo que sucede es que los delitos se asemejan a las amapolas: cuando hay una en el campo, todos se dan cuenta de ella, mientras que las buenas acciones, como las violetas, se ocultan entre la yerba.
Estos días, la televisión nos ofrece la retrasmisión en directo del juicio que se está celebrando en la Casa de Campo de Madrid, por el atentado del 11 de marzo de 2004. Ignoro los niveles de audiencia del programa, pero estoy seguro de que si los medios de comunicación en general y la televisión en particular se ocupan del juicio es porque importa a la gente. Los millones de personas que vieron como reventaban los vagones de Atocha tienen derecho a contemplar el enjuiciamiento de los hechos y de los acusados. De alguna forma, todos fuimos víctimas de ese amargo y doloroso 11-M.
«Las democracias mueren detrás de las puertas cerradas». Con esta dura reprimenda, un tribunal federal de Cincinatti revocaba la decisión del Gobierno de EEUU de que los juicios de deportación de inmigrantes detenidos tras el atentado del 11-S fueran secretos. Los magistrados aseguraban que «cuando se cierran las puertas de la justicia, se está controlando de forma interesada la información que pertenece al pueblo». Sí. Un juicio es un acto público. Lo dice la Constitución en su artículo 120.1: «Las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento». Salvo que se trate de amparar derechos fundamentales, no existe, pues, razón alguna que impida a los medios televisivos informar del desarrollo de un juicio oral. Palabras del Tribunal Constitucional: «La imagen enriquece notablemente el contenido del mensaje que se dirige a la formación de una opinión pública libre». (S.S. 56/2004 y 195/2005).
Ahora bien. Aunque la transparencia se ha convertido en una de las grandes reivindicaciones de nuestras democracias, en justicia la claridad no es únicamente de los hombres, sino también del proceso. En este segundo aspecto, un juicio televisado puede ser un elemento perturbador. Lo afirmo pese a haber formado parte del tribunal que conoció del juicio sobre el síndrome tóxico o de la colza -año 1987- y que, salvo error u omisión, fue la primera vez que en España se autorizó la captación de imágenes en una sala de justicia. Los juristas ingleses lo tienen muy claro: «El interés del público y la libertad de expresión deben ceder ante la necesidad de no impedir o amenazar gravemente el curso de la Justicia». (The Athorney General versus News Group Newspapers Limad).
Del mismo criterio participa el magistrado Javier Gómez Bermúdez cuando en su obra -y de Elisa Beni, su mujer- Levantando el velo, sostiene que, por los «peligros que acechan», en la retrasmisión de los juicios es necesario ponderar los derechos o intereses implicados. Por si fuera de utilidad, me permito apuntar que en el Reglamento de Aspectos Accesorios de las Actuaciones Judiciales (artículo 6), puede leerse que «se permitirá con carácter general, el acceso de los medios de comunicación acreditados a los actos procesales celebrados en audiencia pública, excepto en los supuestos en que puedan verse afectados valores y derechos constitucionales (...)».
En la lista de inconvenientes de una justicia televisada está el efecto negativo de que el tribunal se sienta inclinado a adecuar su actuación y decisión a las expectativas del público. Fue Jiménez de Asua quien en más de una ocasión advirtió que bajo el soplo violento de la opinión pública es difícil conservar la frialdad de ánimo. Es verdad que esa posibilidad existe, como existe el del juicio paralelo con el objetivo de suplantar al juez y, en definitiva, pronunciar el veredicto antes del fallo judicial. Se trata, pues, de hallar la fórmula que impida que el tribunal, mediante la creación de un ambiente determinado o de una discusión anticipada en los medios de comunicación, se vea afectado en su imparcialidad. Aun así, tal riesgo no cuestiona el derecho a la información, sino la profesionalidad de quien no sabe ejercerlo -o tutelarlo- sin arriesgar otros básicos, como el del ciudadano a un proceso justo.
Puesto a poner pegas, tampoco la actividad probatoria escapa de los azares de la telejusticia. Me refiero, por ejemplo, a que puede suceder y de hecho sucede que un testigo, antes de prestar declaración, conozca ya la que ha ofrecido el acusado u otro testigo, algo que infringe la ley -artículo 704 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal- cuando ordena que los testigos que hayan de declarar en juicio permanecerán, hasta que sean llamados, sin comunicación con lo que ya se hubiese declarado. Eso, sin contar el riesgo de que se retransmitan escenas terribles e inesperadas, como la muerte de aquel funcionario de policía que falleció de un infarto mientras prestaba su testimonio en el juicio por los secuestros y asesinatos de Lasa y Zabala.
Es posible que el circo en el que hoy se sirve carne a las fieras sea la televisión, esa herramienta que, utilizada con un mínimo talento, pudiera servir para educar, no para amansar ni amaestrar. Pero un juicio no es un partido de fútbol ni un programa del corazón. Por eso, acepto las dudas de algunos acerca de los juicios televisados. Es cierto que a veces la actitud del público respecto de los protagonistas del proceso penal -en ocasiones drama, en ocasiones comedia- recuerda a la que en la Roma antigua tenía la multitud frente a los gladiadores que combatían en la arena. Lo exponía Luis Rojas Marcos en1995. Si actualizamos la advertencia de Juvenal de Panem et circenses, diríamos que hoy las masas pueden ser siempre aplacadas con pan y tele.
En Estados Unidos hay cadenas de televisión que proporcionan teleseries interminables sobre procesos infaustos, incluyendo la denuncia de acoso sexual contra un juez del Supremo o la venganza del pene amputado a su marido por una tal Lorena Bobbitt. He aquí el pasatiempo judicial como forma de diversión, a no ser que el juez o magistrado que presida tenga la severidad de aquel presidente -o la del propio magistrado Gómez Bermúdez que dirige la vista del 11-M- que en un juicio que se celebraba por homicidio, al ver como un grupo de señoras sacaban pasteles para disfrutar con la declaración de la acusada y de los testigos, exclamó con justificada indignación: «Se acabó este espectáculo grotesco. Despejen la sala».
Item más. ¿Atenta el juicio televisado a los derechos básicos de quien a los ojos de la Constitución es inocente hasta que no haya una sentencia que diga lo contrario? Y paralelamente, ¿cómo puede repararse el honor de quien, sesión tras sesión, es sometido al dedo acusador de la opinión pública y luego es absuelto? Creo que nos encontramos, quizá, ante uno de esos dilemas, punto menos que insolubles, en los que lo necesario y lo inconveniente se confunden y las preguntas mueren sin respuesta.
«Sean públicos los juicios y las pruebas de un delito para que la opinión, verdadero fundamento de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones». Lo dijo Beccaria. Pero antes había dejado escrito: «Un hombre acusado de un delito, encarcelado y absuelto, no debiera llevar consigo nota alguna de infamia». Ningún interés público de informar llega a compensar los efectos destructivos que un juicio televisado puede tener para quien se sienta en el banquillo. Un acusado que ha estado expuesto al juicio de la opinión pública -al estilo que lo fue, por ejemplo, J. Simpson en Estados Unidos-, aun cuando sea absuelto, probablemente vivirá el resto de los años con la marca de un proscrito. ¿Quién, en España, no recuerda el caso Arny y la polvareda que levantó por culpa de unos adolescentes que enfangaron el honor de un puñado de personas populares? El tribunal falló a favor de la absolución de muchas personas cuando ya la calumnia había quedado grabada en el subconsciente colectivo.
Por lo que llevo escrito, es evidente que la justicia televisada tiene su cara y su cruz. La publicidad es el alma de la justicia y permite el desarrollo de una opinión pública que, en otro caso, sería muda e impotente. Me planteo si esa justicia en vivo y en directo no es sino el espejo de la vida judicial real y que la telejusticia seamos todos los que la gozamos y padecemos, según los casos. España entera sub iudice. Toda ella en un estrado. El estrado nacional, donde todos, unos haciendo de tribunal de la plebe, otros de jueces del patíbulo, otros en el papel de fiscales de corral y el resto en el de abogados del diablo, juzgamos a todos y a todos les enviamos a la cárcel o les ponemos en la calle.
La televisión que nació inocente, ahora es la culpable de que juzguemos a nuestros semejantes; a los chapotes etarras amenazando a los jueces y despreciando a sus víctimas, al concejal de urbanismo enquesado, al empresario hampón y sin escrúpulos y a los jueces prevaricadores «a sabiendas». A todos y todos con nuestras diferentes varas de medir, nuestras togas multicolor, nuestra última palabra, nuestro particular «lo pronunciamos, mandamos y firmamos». El telespectador es jurado de lo que luego sentencia y condena en casa, en la oficina y en el restaurante. No defiendo ni aplaudo la telejusticia. Sólo la analizo, porque la justicia y la injusticia forman parte del mundo. Justiniano era partidario de la Justicia oculta -«los tribunales son mi palacio», decía, porque así nadie conocería de sus desmanes. Hoy, la justicia sin televisión, como la democracia sin televisión, quizá sea imposible.
Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado en excedencia.