Justicia tuerta en Alemania

La decisión del Tribunal de Schleswig-Holstein de poner en libertad al ex presidente de la Generalitat de Cataluña Carles Puigdemont, así como el hecho de que descartara el delito de rebelión, el más grave que se le imputa, es algo más que un revés judicial: es la constatación de que el intento por parte del nacionalismo de quebrar el orden constitucional español goza de una cierta comprensión en Europa.

En razón de los mismos automatismos que rigen para Schengen, la justicia alemana debía haber puesto a Puigdemont en manos del juez Llarena. Se trataba, en fin, de aplicar el principio de confianza recíproca entre sistemas jurídicos de la Unión Europea. Me permito recordar, a este respecto, el comunicado que la Comisión Europea divulgó hace ahora cuatro años, y que debía orientar el futuro de la comunidad en materia de Justicia. “Hacia un verdadero espacio europeo de justicia”, se titulaba. Y en el punto dedicado a la confianza recíproca decía: “La confianza recíproca es la base sobre la que debe asentarse la política de Justicia de la UE. Determinados instrumentos de la UE, como la orden de detención europea o las normas sobre conflicto de leyes entre los Estados miembros, requieren un alto grado de confianza recíproca entre las autoridades judiciales de los distintos Estados miembros. Aunque la UE ha sentado unas bases sólidas para fomentar la confianza recíproca, debe reforzarse aún más para garantizar que los ciudadanos, los profesionales del Derecho y los jueces confíen plenamente en las resoluciones judiciales con independencia de cuál sea el Estado miembro en el que hayan sido adoptadas”.

En lugar de ello, y de manera inverosímil, la Justicia alemana ha sometido a la democracia española a un test de stress. Y el veredicto, inequívocamente político, ha sido un suspenso. O lo que es aún peor: un insuficiente alto. Pero tan preocupante como el modo en que se ha conducido el tribunal fueron las declaraciones de la ministra alemana de Justicia, Katarina Barley, pues confirmaban la sospecha de que una parte de la clase política europea no tiene a España por un Estado de derecho. O ello, cuando menos, se desprende de la consideración de que los delitos en que pueda haber incurrido Puigdemont requieren una solución política.

Una vez abierta la espita, a nadie ha de extrañar que otro diputado alemán, el socialdemócrata Rolf Mützenich, se atreva a comparar España con Turquía o Polonia. Y que lo haga, además, “en virtud de la experiencia”. Literalmente: “El Gobierno federal tiene que considerar si la orden de detención europea e internacional, en virtud de la experiencia con, por ejemplo, el poder judicial turco, español o polaco, todavía permite un procedimiento adecuado y cumple los principios legales del estado democrático”.

Dicho lo cual, no debemos perder de vista la negligencia con que el Gobierno español ha gestionado la intentona golpista. No ya por la risible estrategia de apaciguamiento que ensayó la viceprfesidenta Sáenz de Santamaría o el disparate que supuso destituir a los golpistas para, a continuación, convocar unas elecciones y permitirles presentarse a las mismas. Si en un país como Alemania, donde un proceso de las características del catalán está expresamente vetado en su Constitución, ha calado el relato nacionalista, es porque no ha habido ningún otro relato que lo desautorizara.

Están por ver las consecuencias que pueda tener semejante actuación en un escenario en el que tienden a proliferar los focos antieuropeístas. Lo que ahora se impone, sin embargo, es perseverar en los resortes judiciales y, sobre todo, tratar de rehacer la trama de complicidades entre Estados amigos que es (o debiera ser) Europa.

Teresa Giménez Barbat es eurodiputada del grupo ALDE.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *