Justicia universal española

El pasado jueves el Congreso de los Diputados aprobó el proyecto de reforma del art. 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Sin embargo, no es probable que ello rebaje la intensidad de la discusión sobre la legitimidad de la extensión de la competencia jurisdiccional española al enjuiciamiento de delitos contra la comunidad internacional cometidos en cualquier parte del mundo. La reforma aprobada por la Cámara Baja parece dar la razón al Tribunal Supremo, que en su día (STS 327/ 2003) intentó llevar a cabo una reducción teleológica del texto todavía vigente, sobre cuya extraordinaria amplitud literal no caben dudas. Ahora bien, el Tribunal Constitucional (SSTC 237/ 2005, 227/ 2007) estimó que dicha opción interpretativa vulneraba el derecho a la tutela judicial efectiva de las acusaciones particular y popular, en su vertiente de acceso a la jurisdicción. Por tanto, no cabría descartar de plano la posibilidad de que el Alto Tribunal llegara a considerar en un futuro que la reforma llevada a cabo es inconstitucional.

Lo cierto es que las decisiones del Tribunal Constitucional se han interpretado hasta ahora como un aval para que la Audiencia Nacional se convierta ni más ni menos que en el foro de los delitos contra la comunidad internacional a los que no puede acceder la Corte Penal Internacional. Algo que sucede siempre que el Estado en cuyo territorio se producen los hechos presuntamente delictivos no ha ratificado el Tratado que la instituye.

Sin embargo, el ejercicio unilateral de una jurisdicción universal por parte de España plantea múltiples objeciones que trascienden al muy mejorable tenor literal del vigente art. 23.4 LOPJ y de las disposiciones que lo complementan. En concreto, suscita problemas conceptuales o de principio; y problemas pragmáticos, o relativos a las consecuencias.

En términos conceptuales, el principio de jurisdicción universal se relaciona con la existencia de determinadas conductas, especialmente graves, que se consideran lesivas de bienes de toda la comunidad internacional. Precisamente por ello, ésta -fundamentalmente a través de Tratados- pretende que tales conductas sean tipificadas como delitos y perseguidas en todos los países. Dado que esta pretensión -de modo no infrecuente- fracasa, surge la aspiración de una jurisdicción de alcance global. Por un lado, mediante su ejercicio por un Tribunal internacional; por otro lado, por la vía de una jurisdicción extraterritorial («universal») ejercida por los tribunales de los Estados nacionales.

La primera modalidad muestra una legitimidad incontestable. Se trata del producto de la progresiva auto-organización de una incipiente comunidad universal. En la segunda de ellas, en cambio, no puede hablarse de una auto-organización. Los Estados sólo ejercen su capacidad de auto-organización en su territorio o, a lo sumo, mediante los criterios de personalidad o protección, que aparecen siempre de modo subsidiario a la persecución de los hechos en el territorio en el que se produjeron. Por tanto, un Estado, al ejercer la jurisdicción universal, sólo puede esgrimir para ello el argumento de la solidaridad con la comunidad internacional.

Ahora bien, esa solidaridad, de existir, no podría aparecer como un derecho, cuyo ejercicio pudiera asumirse de modo unilateral o rechazarse; ello daría pie a una arbitrariedad y a una desigualdad insostenibles. Por el contrario, sólo adquiriría plena justificación si pudiera ser explicada como un deber de lealtad a la comunidad internacional, establecido por ésta. Pero si tal deber existiera, entonces vincularía por igual a todos los países. La asunción del criterio competencial de la jurisdicción universal constituiría un deber internacional. Y la no asunción, o el establecimiento de límites o restricciones a dicha asunción,habría de dar lugar a responsabilidad internacional de los Estados.

Sin embargo, dicho supuesto deber de persecución extraterritorial ilimitada no aparece en las fuentes internacionales. Por ello, no se habla de responsabilidad internacional de los países que rechazan o limitan la extensión extraterritorial de su jurisdicción en casos de crímenes contra la comunidad internacional.

Los problemas del ejercicio unilateral de la jurisdicción universal por parte de nuestros tribunales no se limitan, por lo demás, a la cuestión de principio, sino que se dan asimismo en el plano pragmático. En efecto, por un lado, de los procedimientos penales en los que se manifiesta la asunción del criterio competencial de justicia universal no cabe esperar razonablemente ni la resolución del conflicto, ni la obtención de una verdad material-procesal que habría de propiciar un tratamiento justo; sin embargo, éstos son precisamente los fines que las diversas culturas atribuyen al proceso penal. Por otro lado, la extensión competencial en virtud del principio de jurisdicción universal redunda en una radical disminución del status del acusado, a quien se expone de modo directo al riesgo de duplicidad o incluso pluralidad de procedimientos (double jeopardy); pues parece obvio que el proceso incoado -incluso concluido- en virtud del criterio de jurisdicción universal carecerá de la capacidad de bloquear la acción procesal del Estado del territorio o de otros Estados que dispongan de un punto de conexión directo con los hechos. Es cierto -en fin- que, en ocasiones, toda la finalidad de la extensión extraterritorial de la competencia en virtud del criterio de jurisdicción universal se centra en la pretensión de producir un efecto de avergonzamiento sobre los Estados que disponen de un punto de conexión territorial o personal con los hechos y no los persiguen. Sin embargo, esta finalidad no se corresponde con ninguno de los fines admisibles de un proceso penal estatal.

La reforma aprobada de momento en el Congreso, discutida por algunos en tanto que limitadora de la jurisdicción universal española, resulta discutible asimismo, desde la perspectiva opuesta, por la vaguedad de su referencia a vínculos de conexión de los hechos con España distintos del de personalidad pasiva; o por la atribución a los tribunales españoles de la potestad de valorar cuándo hay una investigación y persecución efectiva de tales hechos en otros países -incluido el del territorio- o en un Tribunal internacional, a los efectos de sobreseer provisionalmente el procedimiento. Así las cosas, probablemente sería erróneo reducir el debate sobre la jurisdicción universal a la mera disputa acerca de los términos de la modificación de un texto legal. Por el contrario, quizá fuera bueno aprovechar la ocasión para una reflexión más profunda sobre los principios y consecuencias de tan controvertida figura.

Jesús-María Silva Sánchez. Catedrático de Derecho penal.

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