¿Justicia universal?

Existen cuatro crímenes execrables que conmocionan las conciencias de la mayoría de los seres humanos: genocidio, crímenes de guerra, depuración étnica y crímenes de lesa humanidad. Se han cometido desde el inicio de los tiempos. Tras la Primera Guerra Mundial hubo reacciones ante los horrores vividos. Vividos de nuevo durante la segunda, la Carta de Naciones Unidas recogió en 1945 estas preocupaciones. En los años ochenta y noventa del pasado siglo diversos gobiernos apoyaron el llamado derecho de injerencia (ascendido por algunos a deber) en los Estados que cometieran los crímenes en cuestión. No obstante, no fue hasta 2005, año en que la Asamblea General de la ONU convocó una cumbre sobre el tema, que todos los miembros de la Organización aprobaron por unanimidad la doctrina de la Responsabilidad de Proteger (RdP), diseñada para poner coto a los crímenes atroces.

Queda, empero, mucho camino por andar. En su visita de 2009 al campo de concentración de Buchenwald, el presidente Obama dijo de él que “nos enseña que debemos estar siempre atentos a la difusión del mal en nuestro tiempo. Debemos rechazar la falsa comodidad de que el sufrimiento de otros no nos atañe y comprometernos a oponernos a quienes subyugarían a otros para servir sus propios intereses”.

He aquí la respuesta del premio Nobel Eli Weisel: “Sin embargo, el mundo no ha aprendido. Muchos de nosotros estábamos convencidos de que al menos una lección habría sido aprendida: que nunca más habría guerra, que el racismo es una estupidez y que la voluntad para conquistar las mentes o los territorios de otras gentes es algo sin sentido. Si el mundo hubiera aprendido, no habría habido Camboya, Ruanda, Darfur o Bosnia. Aprenderá el mundo alguna vez?”.

En su sentencia de 1946, el Tribunal Militar Internacional de Núremberg que condenó a los jerarcas nazis responsables de crímenes atroces, fijó doctrina: “Los delitos considerados por el derecho internacional son cometidos por hombres, no por entidades abstractas y solo castigando a los individuos que los cometen se refuerza ese derecho”. Esta responsabilidad criminal individual sería definitivamente operativa 50 años después mediante la institucionalización del Tribunal Penal Internacional (TPI). Aprobado en 1998 y en vigor desde 2002, el TPI se complementa con la RdP. Ambos expresan el compromiso internacional de prevenir y responder en su caso a los crímenes que ha sido imposible prevenir. Su naturaleza común incluye la exigencia de rendición de cuentas, a los delincuentes individuales en el caso del TPI, a los gobiernos en el de la RdP.

La mayoría de los Estados integran el Tribunal, si bien que Rusia, China y Estados Unidos no participen es una seria limitación. Es posible que los nuevos EE UU de Biden accedan. Es reseñable que 123 países de culturas y acervos jurídicos dispares hayan concordado en un objetivo común.

El Tribunal Penal Internacional nació en lo que podríamos denominar una época feliz, final de la Guerra Fría, que durante décadas había impedido que la ejemplar Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), propiciada por la Asamblea General de Naciones Unidas (1948) fuera ampliamente respetada. Eleanor Roosevelt, primera embajadora norteamericana ante la ONU y prominente activista, consideraba la DUDH “Carta Magna internacional de toda la Humanidad” y hoy ha devenido la Constitución del movimiento mundial pro derechos humanos. A pesar del clima internacional hostil entre los bloques, la década de los años sesenta propició la consolidación del derecho internacional humanitario y en 1966 se adoptaron los pactos sobre derechos civiles, políticos, sociales y económicos. Se llega así al TPI, expresión máxima del orden institucional cosmopolita, al punto de que la última parte del siglo XX llega a ser denominada “era de los derechos humanos”.

No obstante, el TPI atraviesa en la actualidad tiempos difíciles. El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, en su último informe sobre la Responsabilidad de Proteger (2016), advertía del repliegue del internacionalismo y de la debilitación del respeto hacia el derecho internacional humanitario, consecuencia del acoso al multilateralismo, en buena parte protagonizado por Trump.

No sorprende que Trump agrediera al TPI. Sí que el Reino Unido, teóricamente firme defensor del mismo, lograra en diciembre de 2020 que la fiscal Bensouda desistiera de la investigación sobre crímenes de guerra supuestamente cometidos por sus soldados en Afganistán. Lamentablemente, la reiteración de Bensouda (“el Tribunal no decide basándose en consideraciones políticas”) es desmentida por el Plan Estratégico (2019-2021) del TPI: “Los intereses nacionales y las agendas políticas de los Estados crean situaciones que pueden provocar resistencia a las actividades del Tribunal” (artículo 8b).

El prestigioso fiscal español Carlos Castresana compite con otros ocho candidatos de diversas nacionalidades para sustituir a la fiscal Fatou Bensouda, cuyo mandato finaliza en junio. La decisión será este mes. Caso de ser elegido, al señor Castresana le espera una ardua labor.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España.

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