Justicia y desprecio

Durante los años ochenta, cuando todos estábamos enfrascados en la apasionante tarea de redondear y dar consistencia al joven régimen entre grandes dificultades -Miláns, Armada y Tejero daban su golpe de Estado en 1981 y el terrorismo martilleaba sanguinariamente sobre la sociedad española sin cesar ni un momento-, nadie se preocupó en prever la posibilidad, inimaginable en aquella época, de que ETA pudiese sobrevivir todavía algunas décadas, por lo que procedía revisar la legislación del franquismo con el fin de asegurarse de que los más abyectos criminales de la organización no salieran de prisión aprovechando las paternalistas ventajas del viejo Código Penal de la dictadura, aquel régimen represivo que, al parecer, trataba de lavar su mala conciencia mediante concesiones de aquella índole (la famosa redención de penas por el trabajo, por ejemplo). Y así, cuando uno de los más sanguinarios etarras, De Juana Chaos, en prisión desde 1987, fue condenado a más de 3.000 años de cárcel por 25 asesinatos, ya estaba sobreentendido que no cumpliría más de veinte, sin que la irretroactividad de la ley penal, consagrada en la Constitución, permitiera después cambio alguno a este respecto. Como se sabe, De Juana saldó su deuda formal con la Justicia en 18 años y ya estaría en la calle si no hubiera sido procesado y condenado por dos amenazantes artículos publicados en 'Gara', que han dado lugar a una inefable secuencia de despropósitos jurídicos saldados por el Supremo con una pena menor de apenas tres años de prisión, mucho después de que la Fiscalía, enajenada por las presiones de la opinión pública, hubiera llegado a anunciar que pediría 98 años de cárcel por aquellos opúsculos. Aunque ya no tiene sentido la duda, muchos juristas se han preguntado en todo caso si es razonable juzgar por ser de ETA y proclamarlo a quien acaba de cumplir una sentencia por diversos crímenes en su nombre.

A todo esto, el cínico criminal en cuestión, airado por la persecución penal de sus escritos que le impedía salir a la calle, decidió en su momento chantajear al sistema mediante una huelga de hambre intermitente. Y ahora el Gobierno, en aplicación estricta del artículo 100.2 del Reglamento Penitenciario vigente desde 1996 y a través de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, ha propuesto al juez de Vigilancia Penitenciaria la prisión atenuada para el reo, decisión que puede salvar su vida. Hasta el último momento, el Partido Popular se ha mostrado partidario de exigir a De Juana, que ya está en Euskadi, el cumplimiento estricto de la pena en régimen carcelario.

En el terreno abstracto de lo puramente humano y personal, es muy difícil acopiar alguna dosis de piedad hacia este sayón repulsivo que no dio oportunidad alguna a sus víctimas. Nadie derramaría una lágrima por su muerte, aunque fuera entre los retortijones de la inanición. Pero el Estado democrático está en la obligación de la grandeza. Y quienes tienen el mandato de gestionarlo, en la de tratar de impedir la muerte, cualquier muerte. Y la de evitar, como dijo brutalmente Rodríguez Ibarra, que este sujeto indigno se convierta en héroe para la minoría fanática que ha arropado su sanguinaria desviación.

Esta opinión no desautoriza en absoluto la tesis del PP, que sin duda recoge mejor que la contraria la justa indignación de las víctimas del criminal en serie: buena parte de la opinión pública se siente representada por esta inflexibilidad, que sin embargo el PP revisaría sin ninguna duda si fuera él el encargado en este momento de hacer cumplir las leyes. A fin de cuentas, la democracia se resume gozosamente en esta contradicción: a la oposición le corresponde expresar su opinión; al Gobierno, buscar la síntesis que represente el bien común.

El sistema legal de nuestras democracias trasciende por fortuna de la ley del Talión, aquel principio jurídico de justicia retributiva en el que la norma imponía un castigo que se identificaba con el crimen cometido y que tiene su expresión más genuina en la expresión 'ojo por ojo, diente por diente' que aparece en el Éxodo, uno de los libros del Viejo Testamento. En una democracia como la nuestra, el respeto a las reglas de juego que nos hemos dado -la seguridad jurídica- y la capacidad de contención que relativiza la idea de venganza son pilares fundamentales de civilización a los que no podemos renunciar. En consecuencia, nada se destruye por el hecho de que el verdugo De Juana Chaos salve finalmente la vida de su propia locura por la mano oportuna del Estado. Al contrario: la indignación que produce la procacidad obscena de este desalmado tiene, a modo de contrapunto, la satisfacción de ver cómo nuestras instituciones son capaces de evitar el ensañamiento, de actuar con sutileza y magnanimidad, de despreciar en silencio a este abyecto asesino.

Antonio Papell