Justicia y política

En tiempos de tribulación no hacer mudanza, decía sabiamente el de Loyola. Quizás por esa razón subliminal, a lo largo de tantos años no se modificó el Código Penal para adecuarlo a unos criterios de justicia retributiva. El terrorismo en España solo cosechó muertos de un lado. Lo más parecido al conflicto vasco era el del Ulster, pero ahí ambos contendientes —católicos y protestantes— utilizaban armas similares; y, además, ahí estaba el ejército intentando poner orden, más o menos. En España, los Gobiernos que se sucedieron desde 1977 —Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González o el primero de Aznar— no pudieron —o no quisieron— hacer lo que se hizo, por fin, con la introducción de la reforma del Código Penal de 2003 y el cumplimiento íntegro de las penas, cuando el PP tuvo mayoría absoluta. Tras esa reforma, el Tribunal Supremo (doctrina Parot) interpretó la ley con carácter retroactivo, lo cual satisfizo la indignación de la inmensa mayoría. Pero quienes algo sabemos de derecho, ya estábamos entonces convencidos de que un día, un tribunal, fuese jurisdiccional, de garantías políticas o de salvaguarda de los derechos humanos, tumbaría esa alarmante interpretación jurisprudencial.

Los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, primero, y luego los del Tribunal Constitucional, ninguno por unanimidad, decidieron escuchar los ecos de la política para remediar el clamor de la calle que, con razón, se sentía indignada por el hecho de que fuese castigado con la misma pena quien había matado a una persona que aquel otro que hubiese asesinado a 23. Los magistrados, de cualquier orden jurisdiccional, tribunal de garantías o corte de derechos humanos, son influenciables a lo que pasa fuera de los tribunales, pues leen periódicos, escuchan la radio, se conectan a las redes sociales, tienen amigos o ven la televisión. No están aislados del mundo y no pronuncian sus decisiones, como la diosa de la justicia, con los ojos vendados desde el siglo XV. La justicia ciega es un desiderátum muy bonito, incluso sublime y casi poético, pero la realidad no es así. Gracias a la lejanía, y no a su ceguera, es decir a unos tribunales distantes, la justicia, valga la redundancia, se ha ido haciendo más justa y menos influenciable. Los poderes —ejecutivo, judicial, legislativo— están separados, claro, pero sus miembros y los del cuarto, del quinto o del sexto poder se cruzan y se saludan o se miran y vuelven la cara hacia otro lado. De ahí que los tribunales, cuanto más alejados de las influencias, mejor interpretan las leyes.

El gran romanista Koschaker (Europa y el Derecho Romano) nos recuerda cómo Carlos VII, rey de Francia, por la ordenanza de Montils-les-Tours (1454), estableció para todo el reino la obligatoriedad de las coutumes. Posteriormente, el Parlamento de París (equivalente a la Corte de Justicia) y los juristas franceses de los siglos XVI al XVIII fueron construyendo el droit civil commun, imponiéndolo al particularismo jurídico de los Parlamentos locales. La Nueva Planta de la Real Audiencia del Principado de Catalunya, establecida por Felipe V el 16 de enero de 1716, tuvo efectos muy parecidos en nuestro reino, y muy positivos para la Administración de justicia, aunque fuese devastadora para la lengua catalana. Dentro de ese proceso evolutivo de la justicia, la Cour de Cassation o nuestro Tribunal Supremo en el siglo XIX y, ya en el XX, los tribunales de garantías políticas (nuestro Constitucional) o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, son grandes logros de una justicia cada vez más universal.

La judicialización de la política o la politización de la justicia es un debate recurrente en todos los Estados de derecho. España no es, pues, una excepción. Repasemos nuestra realidad de cada día. Los excesos del juez del caso Bankia, la imputación de la exministra de Fomento socialista en el tema de los ERE, magistrados que, según les va, unas veces acusan y otras defienden, fiscales que piden pruebas innecesarias en casos politizados no se sabe con qué finalidad, partidos que utilizan los juzgados y tribunales para sus mezquinas querellas políticas, órdenes de prisión que se usan como medios de presión y un etcétera prolongado, ¿cómo digerimos todo esto sin que se nos indigeste? Habrá que concluir que cualquier asunto que entra en un juzgado o tribunal, procedente de la política, sea de un partido, de un sindicato, del Gobierno o del Parlamento, acaba convirtiéndose en un juicio político. Y cuanto más alejado este el juez o tribunal de la inmediatez del caso, mayores serán las probabilidades de que resplandezca la justicia. Siempre ha sido así y, aunque su decisión incomode, por esta razón debería respaldarse al TEDH y a los magistrados —a todos— que han considerado que la llamada doctrina Parot (retroactividad de la ley) vulnera el convenio. Al ministro que ha sostenido que el magistrado López Guerra ha desautorizando a España, habría que recordarle que por el artículo 46 del Convenio, ratificado por nuestro país en 1979, nos comprometimos a acatar las sentencias definitivas del tribunal. Afortunadamente, como ocurre en el Tribunal Supremo de Estados Unidos, los juegos de mayorías y minorías de nuestros tribunales constitucionales europeos y del TEDH no suele coincidir con las mayorías y minorías gobernantes.

Jorge Trias Sagnier es abogado y exdiputado del PP.

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