Kapuscinski, un hombre decente

Voy a echarme un farol de jugador de mus: de los que escribimos hoy sobre el reportero polaco, soy uno de los pocos que no ha compartido media vida, ni siquiera una cena con él. Y se ha muerto sin que hayamos podido tener el mutuo placer.

Sin embargo, tengo el honor de que, por casualidades de la vida, fui uno de los primeros españoles en leerle. El primero, que yo sepa, fue el traductor Jorge Ruiz, uno de los hijos de exiliados españoles que había aterrizado, después de un largo periplo no solo físico, sino también sentimental, en Polonia. Jorge Ruiz me envió, en los años 60, la primera traducción al castellano de su entrevista con Haile Selasi, emperador de Etiopía. Y me dejó chocado. Era una espléndida crónica de una entrevista insólita. Porque, si se para uno a pensarlo, ¿qué hacía un emperador de Etiopía dándole una entrevista a un reportero polaco?

Ese es el primer misterio de Ryszard Kapuscinski, el de haber llegado a gozar de fama universal siendo polaco, teniendo ese nombre impronunciable que todos sabemos pronunciar más o menos, y haberse convertido en uno de los más importantes referentes universales del reporterismo. Un oficio en extinción que parecía haber sido inventado para periodistas anglosajones. No por una cuestión racial, sino por una razón de mercado.

Había algún antecedente, pero siempre teniendo que pasar por el falso filtro de la sajonización del nombre y del propio oficio. Podemos fijarnos en Robert Cappa, el mejor fotógrafo de guerra de todos los tiempos, al que conocen hasta los más jóvenes de quienes disfrutan con la idea de dedicarse algún día al periodismo serio, o sea, al que casi se ha extinguido.

Kapuscinski comenzó a escribir para una agencia polaca de carácter oficial (de las otras no había), en una época en la que los países del entorno soviético tenían una especial relación con las revoluciones emergentes de África. Los movimientos llamados de liberación del continente, que luchaban contra el feroz colonialismo belga o el feroz colonialismo francés, eran un objetivo de interés para la Unión Soviética, deseosa de tomar posiciones frente a los norteamericanos en cualquier parte del mundo subdesarrollado. Eso es lo que explica que en los años 60 hubiera un periodista polaco enviado a África.

Lo lógico habría sido que el joven reportero se hubiera dedicado a aquello que le permitía viajar y conocer mundo, o sea, que hubiera construido crónicas adormecedoras y llenas de corrección política para su público, que era obligatoriamente fiel porque no leía más prensa que la oficial.

Pero el joven Ryszard salió complicado, y se dedicó a escribir lo que veía, con una singular agudeza y una capacidad de ofrecer datos de manera equilibrada que rompían lo esperable. Su historia sobre el calvario de Patricio Lumumba, el que estaba destinado a ser el Fidel Castro congoleño, por ejemplo, es deslumbrante. En unas pocas crónicas, y después en unas pocas páginas de un libro, cualquier lector podía llegar a comprender qué era lo que había sucedido en el Congo, cuáles eran los intereses que llevaron a las potencias democráticas occidentales a olvidarse de sus principios para practicar las políticas más crueles, xenófobas y desnudamente capitalistas que podamos imaginar.

En los años 80, coincidiendo con el desprestigio y el final de los regímenes comunistas, Kapuscinski comenzó a ser conocido en Occidente. No por sus crónicas periodísticas, que no tenían trascendencia fuera de las fronteras marcadas por esa lengua minoritaria y compleja, sino por sus libros. Libros que no eran distintos de sus crónicas, sino que constituían una síntesis y una reconstrucción de sus percepciones de reportero.

No se ciñó a África, aunque sí se quedó casi siempre en lo que aún conocemos por ese estúpido nombre de tercer mundo. Y escribió una serie de crónicas, que luego se volvieron libro, sobre una guerra en Centroamérica, que reunió bajo el nombre de La guerra del fútbol, una auténtica obra maestra que nos enseñó sobre la zona mucho más que los trabajos de 100 sociólogos. Allí, por debajo de su escritura sencilla, latía la verdad.

Era un hombre que no se dejaba llevar por la corrección política. Porque tenía convicciones. La fundamental de ellas consistía en pensar que haciendo periodismo se puede contar la verdad. No toda la verdad, porque no era un imbécil, pero sí la verdad. Primero, porque a los censores polacos les daba lo mismo lo que pasara en África. Luego, porque ya tenía un bien ganado estatus de escritor por encima de la verdad oficial. Era una persona decente.

Kapuscinski nos enseñó a muchos que es posible, incluso hablando una lengua que nadie conoce, contar bien las cosas. Contarlas sin necesidad de pensar en la patria de origen. Despreciaba las identidades, incluso la de periodista, tal como se estila ahora, que no solo alquila su trabajo sino su manera de ver y contar.

Nunca me tomé un café con él. Pero le he leído.

Jorge M. Reverte, periodista.