Keynes y la actual crisis financiera

La incertidumbre se ha instalado en la economía internacional. Hay quien la achaca a la bajada del precio del petróleo; otros se fijan en los problemas de la economía china; hay quien pone el acento en la posible subida de tipos de interés por parte de la Reserva Federal; otros miran las dificultades que padecen los países emergentes; hay quien da por segura la llegada de una nueva recesión, y casi todos temen que en el futuro se desencadene una guerra de divisas. Lo que quizás hay que preguntarse es si todos estos hechos no tienen una misma causa, causa que no es otra más que la forma en la que se ha configurado el sistema económico actual, basado en la libertad absoluta de capitales.

Existe una tendencia en las sociedades a dar no sólo por bueno sino por inmutable el 'statu quo'. El pensamiento único se ha impuesto con tal fuerza que nos resulta difícilmente comprensible un escenario en el que se hubiesen establecido límites al movimiento de capitales. Sin embargo, tras la Depresión del 29 y la quiebra de los bancos en la década de los 30 todos los economistas responsabilizaron de estos problemas a la libre circulación de flujos financieros. Pensaban que había sido el dinero caliente el mecanismo de contagio que había extendido internacionalmente la Gran Depresión, por lo que no es de extrañar que en Bretton Woods, a la hora de crear un nuevo sistema monetario internacional, existiese unanimidad en permitir políticas de control de cambios a los países. Keynes, que representaba a la Gran Bretaña, y White a EEUU, diferían en muchos aspectos pero coincidían en su oposición a la libre circulación de capitales. Ambos creían que los países debían protegerse del impacto de los movimientos perturbadores de capital especulativo y de que un sistema estable de tipos de cambio y un comercio internacional liberalizado eran incompatibles con un mundo de movimientos sin restricciones de capital.

Keynes y la actual crisis financieraKeynes venía trabajando desde 1941 en la instauración, una vez que llegase la paz tras la Segunda Guerra Mundial, de un nuevo orden internacional que culminaría en julio de 1944 en los acuerdos de Bretton Woods. Una idea fuerza latía en todo el proceso y orientaba los planteamientos de Keynes: lograr el equilibrio de las balanzas de pagos y que los costes de los ajustes necesarios para conseguirlo recayesen al menos en la misma medida en los países con superávit que en aquellos que incurriesen en déficit, tanto en los acreedores como en los deudores. En realidad, en lo más profundo el economista inglés se inclinaba -en consonancia con los principios que mantendría más tarde en su 'Teoría general', en la que ya estaba trabajando- a culpabilizar en mayor medida a los países excedentarios. Era el atesoramiento tanto de los individuos como de los países el que provocaba las crisis.

El sistema que al final se aprobó en Bretton Woods intentaba compatibilizar la apertura del comercio internacional con la autonomía nacional, para que cada país pudiera seguir su propia política. Se instauraba así un sistema de tipos de cambio fijos pero ajustables y el control de los movimientos internacionales de capitales. Para ello se creaba una institución, el Fondo Monetario Internacional (FMI), con la misión de garantizar una evolución ordenada de las paridades de las divisas al objeto de impedir devaluaciones competitivas que tan nefastas habían sido durante la Gran Depresión. Al FMI le correspondía valorar cuándo estaba justificado alterar los tipos de cambio en función de la situación económica y, en especial, del comercio exterior. Mientras este sistema estuvo en vigor, la estabilidad y el crecimiento fueron mayores que en ninguna otra época.

En 1971, al romper Nixon la convertibilidad del dólar con el oro, se desmorona el sistema y se establece en EEUU la libre circulación de capitales, pero no fue hasta los 80 y 90 cuando ésta se va extendiendo al resto de países por la presión norteamericana y del FMI. No deja de ser curiosa la transformación experimentada por esta última institución, que pasó de ser el vigilante y fiscalizador de las paridades monetarias a ser el principal impulsor de la liberalización internacional de los fondos financieros. La liberalización del sector financiero incrementó considerablemente el riesgo y, como consecuencia, las crisis financieras. A lo largo de los años 80 y 90 se han producido con cierta frecuencia, afectando en ocasiones a los países en vía de desarrollo pero incluso también a los desarrollados: Suecia y Finlandia en los años 80; en esa misma década se produjo la crisis de las cajas de ahorros en EEUU y la de la deuda que afectó a todos los países latinoamericanos; en 1994 la de México y Argentina; en 1997 la del Sudeste Asiático y en 1999 la de Brasil y de nuevo la de Argentina; y a todas ellas habría que añadir los más de 10 años de depresión en Japón. En el origen de todas estas crisis se descubren los movimientos espasmódicos de capitales a corto plazo.

La que hemos denominado Gran Recesión, que estalló en 2008, tuvo un origen claro en los enormes desequilibrios acumulados en las balanzas de pagos de los distintos países, que proyectaron sobre la economía mundial un escenario completamente ficticio y transitorio. Tales desequilibrios sólo fueron posibles porque la libertad en los flujos de capitales permitía financiarlos, pero a condición de crear situaciones de extrema inestabilidad, que ocasionarían, antes o después, una crisis económica. El dinero caliente se retira a la misma velocidad que entra, causando graves daños en la economía y en las condiciones de vida del país en cuestión. Unos países, los acreedores (Alemania, Japón, China y otros países emergentes), crecían gracias a las exportaciones; y otros, los deudores (EEUU, los de Europa del Sur, Australia o Canadá), gracias a los créditos concedidos por los acreedores. Estos desequilibrios no podían perdurar. La acumulación progresiva de deuda se había hecho insostenible y la consiguiente burbuja tenía que acabar estallando. Que la UE en 2007 presentase frente al exterior un saldo próximo a cero no significaba que los países miembros no tuviesen también profundos desequilibrios; buen ejemplo de ello eran el déficit de España (10,1%) y el superávit de Alemania (7,6%).

La crisis forzó a corregir parcialmente los desequilibrios mediante el realineamiento de las divisas. Sin embargo, entre los países de la Eurozona este realineamiento no era posible, por lo que los países del sur fueron sometidos a una devaluación interior, que no se compensó con ningún ajuste en sentido contrario de Alemania y del resto de países excedentarios. China lleva tiempo intentando corregir su modelo de crecimiento, basado en las exportaciones, para pasar a otro que se sustente en la inversión y en su consumo interior. No es extraño que su economía se encuentre en dificultades, y que ello repercuta en la economía mundial.

El problema de fondo es que tanto China como Alemania no pueden pretender basar su crecimiento en el comercio exterior, postergando la demanda interna. Los saldos de las balanzas de pagos no tienen por qué estar siempre equilibrados, pero tampoco pueden mantenerse desequilibrios permanentes ni de cuantías considerables. A la larga, la situación es insostenible, y cuando son las principales economías del mundo las que adoptan esta postura la crisis y la recesión internacional están servidas.

Alemania pretende copiar la política china e imponerla al resto de la Eurozona. Se escuda detrás de la moneda única y de la imposibilidad de devaluar que tienen el resto de los países miembros. Se está convirtiendo en la mayor amenaza para la estabilización de la economía internacional. En esta situación no es de extrañar que los distintos países que no pertenecen a la Eurozona pretendan defenderse modificando el tipo de cambio. Asimismo, tampoco puede extrañarnos que, con un superávit de la balanza por cuenta corriente en la Eurozona superior al 3%, la expansión cuantitativa del BCE no pueda conseguir una mayor depreciación del euro. No estamos ante una nueva crisis, es simplemente que la anterior no ha terminado aún, y no terminará hasta que no seamos capaces de utilizar las enseñanzas del pasado.

Juan Francisco Martín Seco ha sido Interventor General del Estado y Secretario General de Hacienda.

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