Klara y los mejorados

En Klara y el Sol, Kazuo Ishiguro toca con elegancia literaria, y generando un auténtico personaje, la narradora, una humanoide con Inteligencia Artificial (IA) emocional e incluso con algo que se acerca mucho a lo que entendemos por conciencia, algunos temas que están en el debate, aunque aún no correspondan ¿aún? a la realidad. O quizás sí, en parte. En todo caso, deberíamos estar ya pensando sobre ellos y regulando para evitar crear nuevas desigualdades e incluso monstruosidades: la ingeniería genética para mejorar, o aumentar, a los humanos que pueden permitírselo; el desempleo tecnológico; la educación, o la inmortalidad. No es una novela de ciencia ficción en su sentido tradicional. La tecnología está ahí detrás. Se da por supuesta. Lo importante son sus consecuencias morales y para las relaciones humanas. Las relaciones entre los humanos y las máquinas atrofian las relaciones familiares y sociales.

La obsesión general es ahora con la digitalización, la inteligencia artificial, la automatización. Pero quizás, lo más importante es la posibilidad de edición de los genes humanos, gracias a las nuevas tecnologías como la CRISPR, ya no para prevenir enfermedades, sino para hacer personas más inteligentes o con otras “mejoras”. Josie es una de esas niñas, a la que sus padres decidieron editar genéticamente para asegurarle una vida profesional más avanzada, con acceso a las mejores universidades en las que, con alguna excepción, solo entran alumnos “mejorados”, y permitirles una mayor empleabilidad en un mundo dominado por la IA. El padre de Clara es un “posempleado”, un ingeniero avanzado al que la IA —cada vez menos comprensible y más caja negra—, “sustituyó”, es decir, le llevó al paro, y a un grupo armado, etnocéntrico y parafascista.

En esta novela, la ingeniería genética tiene fallos. Si resuelve algunas cosas puede, consecuencias no deseadas, trastocar otras. La hermana de Josie murió por ello. Ella está enferma, y es para cuidarla que le compran a Klara, una amiga artificial. Para cuidarla, y para aprender a imitarla, y en un nuevo cuerpo fabricado, eventualmente trasladar la IA de Klara para, en caso de fallecimiento, hacer una Josie artificial que satisficiera a su madre, una especie de búsqueda de la inmortalidad, aunque ya sabe que nunca será como su hija, pues la identidad no está solo en cada cual, sino en los que nos ven. Ishiguro ya trató de los clones y sus consecuencias en su novela distópica Nunca me abandones.

Editar nuestros genes, cómo y cuándo hacerlo va a ser, si no lo es ya, una de las cuestiones más importantes del siglo XXI. Hay que recordar el escándalo que se organizó cuando el genetista chino Jiankui He anunció que había editado dos embriones de niñas (que luego nacieron, Lulu y Nana) para hacerlas inmunes al virus VIH del sida. Sí, se armó lío cuando intentó publicar sus resultados en la revista Nature, y de héroe, He acabó condenado a cuatro años de cárcel. Sí, el Gobierno chino pidió una legislación sobre la manipulación de genes humanos. Pero, sin esperar a estas normas, China tiene programas de investigación en este campo. Incluso en EE UU hay experimentos genéticos para reforzar músculos de humanos a partir de genes de animales con altos grados de la proteína miostanina, o para controlar genéticamente a poblaciones, como recuerda el antropólogo estadounidense Eben Kirksey en The Mutant Project, un libro perturbador.

Regular la ingeniería genética humana, es esencial, y tiene que hacerse a nivel global, pero será difícil lograrlo. La Academia Nacional de Ciencias y la Academia Nacional de Medicina en EE UU han propuesto siete principios para la gobernanza de la edición del genoma humano: promover el bienestar, transparencia, cuidado debido a los pacientes, ciencia responsable, respeto por las personas, justicia o equidad, y cooperación transnacional, con las consiguientes responsabilidades en cada uno de ellos. De hecho, esto entra dentro de la “nueva era de las desigualdades” de la que hace años viene advirtiendo el sociólogo francés, Pierre Rosanvallon. Ishiguro apunta a la educación, que, en este enfoque a ser el mayor elemento de desigualdad. El novelista no es del todo pesimista cuando, sobre Rick, el amigo íntimo de Josie, señala “no ha sido mejorado, pero aun así puede llegar lejos, triunfar en la vida”. Pero refleja sufrimiento por lo que ya no puede ser.

Si estas “mejoras genéticas” se vuelven, o se hacen, hereditarias, pueden llevar a lo que algunos visionarios temen, a saber, incompatibilidades reproductivas entre tipos de humanos, entre los mejorados y los que no. Es decir, a la división entre distintas especies. ¿Homo Deus, como anuncia Harari? ¿U Homo Diabolus? Si una cosa se puede hacer, se hará, aunque tenga consecuencias indeseadas, e incluso indeseables. Ese es el punto de partida de Kazuo Ishiguro.

Andrés Ortega es escritor, investigador sénior en el Real Instituto Elcano y director del Observatorio de las ideas.

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