Kosovo como problema; Europa, la solución

Kosovo celebró este domingo las primeras elecciones desde que en 2008 se declaró independiente y la votación se desarrolló con relativa normalidad para sus frágiles estándares institucionales. No es mal balance para el Estado más joven, y más cuestionado, del mundo. Aún está abierta la fractura entre quienes pretenden insertar al nuevo país en la comunidad internacional -como EE UU, casi toda Europa y otras democracias avanzadas- y el centenar de miembros de la ONU -incluyendo a Rusia, China, India o Brasil- que se oponen. Y, pese a que el Tribunal de La Haya dictaminó en julio que su separación de Serbia no fue ilegal, apenas se han producido un par de nuevos reconocimientos desde entonces.

Pero Kosovo no solo sigue constituyendo un problema de política mundial general, sino que es también un problema específico para España; alineada en el segundo de esos dos grupos, lejos por tanto de sus naturales referentes occidentales, y singularmente europeos. Una elección de bando que, como confirman los cables de Wikileaks publicados por este periódico, no ha dejado de producir quebraderos de cabeza. Y si a los norteamericanos les ha costado entender esta extraña postura, no han sido menores las incomodidades sufridas con los principales socios de la UE. Tal vez España tenga alguna parte de razón sobre el fondo del asunto, pero no ofrece en cambio dudas que, con sus formas, ha suscitado interrogantes sobre la sinceridad efectiva de su vocación -tan declarada durante la reciente presidencia semestral- por una Europa que hable con una sola voz. Máxime cuando tanto esfuerzo está empleando la Unión, a través de la misión Eulex, para estabilizar al endeble país balcánico.

No obstante, al mismo tiempo que el conflicto parece bloqueado y que la UE no ha logrado establecer unidad de acción por el desmarque español y de otros cuatro miembros menores, el mar de fondo está cambiando desde el verano. Contradiciendo, al menos por una vez, la tesis sobre Europa como actor internacional irrelevante, hoy existen posibilidades de que Kosovo se convierta en el medio plazo en la primera historia de éxito de la naciente diplomacia post-Lisboa; y España incluso puede ayudar al que sería el menos malo de los desenlaces.

Para empezar, resulta evidente que, agotada la vía jurídica -pues Kosovo no violó el derecho internacional con su secesión, pero tampoco tiene derecho fundado a ser reconocido por otros-, solo la iniciativa política conseguirá desbloquear el enfrentamiento. Kosovo es ya una realidad estatal irreversible, pero solo logrará su reconocimiento generalizado cuando alcance un acuerdo con Serbia. Y, como quedó demostrado hasta 2007, cualquier negociación estrictamente bilateral o elevada al marco de Naciones Unidas, con Washington y Moscú amparando a cada parte, fracasará. Solo la UE es capaz de propiciar un compromiso, pues puede proporcionar satisfacciones tangibles para ambos, a partir del poderoso recurso que supone la perspectiva, primero, de una asociación y, luego, de la propia pertenencia.

En ese sentido, el camino recorrido este otoño ha sido ilustrativo y esperanzador: todavía en agosto, Serbia insistía en utilizar como altavoz a la Asamblea General de la ONU -donde son mayoría los Estados poco vertebrados que consideran intocable el principio de integridad territorial-, pero la Unión convenció a Belgrado de las negativas repercusiones que tendría seguir boicoteando a Kosovo; al fin y al cabo, un proyecto tutelado por Europa. La Alta Representante consiguió que Serbia enmendase su propuesta original de resolución hasta tal punto que al final se asumió literalmente la última declaración de prensa que ella misma había emitido sobre la cuestión. Y así, por consenso de "28 Estados europeos", se aprobó por unanimidad asignar a Bruselas la función de mediadora entre los dos países. Esa flexibilidad serbia ha sido recompensada hace poco por el Consejo de la UE que ha aceptado tramitar su solicitud de adhesión.

Este lunes, apenas unas horas después de que cerraran las urnas, Ashton -con la reveladora compañía del comisario de Ampliación- recordó al casi seguro reelegido primer ministro kosovar Hashim Thaçi que debe empezar a negociar con Belgrado. Es difícil precisar sobre qué objeto, pues el Plan de Martti Ahtisaari, sobre el que se fundó la independencia, es ya muy completo. Sin embargo, analizando detenidamente lo que cada parte considera inaceptable, y tomando inspiración en soluciones imaginativas aplicadas antes en otros pactos no menos difíciles, es plausible vislumbrar un acuerdo. Así, si bien resulta indeseable cualquier mutilación del norte de Kosovo -que provocaría nuevas tensiones étnicas en todos los Balcanes-, sí puede en cambio discutirse sobre doble nacionalidad, fórmulas de administración conjunta, extraterritorialidad de los monasterios ortodoxos y otras concesiones simbólicas. Serbia, por su parte, no admitirá ser obligada a reconocer la independencia, pero el escollo es salvable si consiente de que otros puedan hacerlo y, como es ya el caso, acepta una relación de facto. Lo anterior puede complementarse con la promesa de una futura reunificación territorial indirecta, cuando ambos ingresen simultáneamente en la UE, lo que serviría además de eficaz bálsamo interno e incentivo para el apoyo mutuo.

La peculiar posición española, divorciada hasta ahora de la causa europea, puede ser de utilidad en este nuevo escenario si alimenta un marco de confianza para Belgrado, que, de hecho, ya ha aplicado dos veces: primero, organizando una reunión en Sarajevo durante la pasada Presidencia -que sentó por primera vez a las dos partes en la misma mesa- y, luego, en las activas gestiones realizadas para que Belgrado aceptase el antes mencionado cambio radical de postura en la ONU. De hecho, el viceprimer ministro serbio Bozidar Delic admitió hace poco, en un seminario organizado por el Instituto Elcano, que no es posible completar la adhesión a la UE sin resolver antes el problema de su antigua provincia, y España les puede ayudar a hacer esa digestión.

Ahora bien, si se desea hacer de puente, es necesario instalar vigas a ambos lados y, aunque no se abra todavía una Embajada, España debe normalizar cierta presencia en Kosovo; otro país europeo con el que irremisiblemente tendrá que cooperar. Para ese fin, quizás haya que replantear la no participación en Eulex y empezar, al menos, a usar las representaciones europeas en Pristina, como ya ha propuesto inteligentemente el Congreso con el consenso de todos los partidos.

Asimismo, España ha de ser leal con esa incipiente voz única europea y, aun cuando siga evitando el reconocimiento formal, debe renunciar a dar lecciones a Estados democráticos y de derecho mucho más asentados que el nuestro. Nadie niega que el caso de Kosovo no sea jurídica y políticamente complicado, pero, precisamente por eso, hubiera sido deseable más prudencia y matices cuando se negaba la sensata tesis de la excepcionalidad de esta secesión. Como acaba de recordar Javier Solana, los crímenes de Milosevic, la desintegración de Yugoslavia y los años de administración internacional del territorio no permitían vuelta atrás.

De cualquier modo, sin tratar de despejar si la postura de España en este tiempo ha estado dictada por valores superiores -que alarmantemente no compartirían nuestros socios cercanos- o más bien por intereses y miedos bastante domésticos -gestionados de manera contraproducente-, parece claro que el mayor retorno que España puede obtener de una solución europeizada al contencioso consiste en desenredarse ella misma de un problema que hoy no sufre ningún otro país europeo occidental.

Por Ignacio Molina, investigador principal para Europa en el Real Instituto Elcano y profesor de Ciencia Política en la UAM.

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