Kosovo: el peor error posible

Hace un par de semanas, en la sala del trono del Castillo de Varsovia, el ex presidente español José María Aznar demostraba una vez más su lucidez política, su conocimiento sobre las grandes cuestiones internacionales y europeas en particular. Confirmaba ante un nutrido auditorio su autoridad como -aun joven- «elder statesman», esa autoridad que, por cierto, se ve últimamente fortalecida de forma tan sistemática como paradójica por esa legión de enemigos que tiene en este país y que con un odio patológico, y por tanto perfectamente irracional hacia su persona, filtran documentos que sólo confirman su prestigio y la gran influencia que el Gobierno de España había adquirido bajo su dirección fuera de nuestras fronteras. No sólo pero sí especialmente en Washington, tanto bajo la administración demócrata de Bill Clinton como después con la republicana de George W. Bush. También es una paradoja que, entre los muchos obsesionados con la figura de Aznar, quizás el menos irrelevante sea el patético tiranosaurio cubano, Fidel Castro. Hace unos días, el dictador caribeño aseguraba disponer de pruebas de que Aznar no sólo dictaba al presidente demócrata Bill Clinton la política en los Balcanes, sino que además le sugería los objetivos militares durante la intervención de la OTAN contra el régimen de Slobodan Milosevic. Todas estas filtraciones, de aviesas intenciones, son ya algo así como lo contrario al «fuego amigo», una especie de «flores del enemigo». En todo caso, no pueden ser consuelo para los españoles ante el deplorable ridículo que hace a diario su Gobierno actual, ninguneado cuando no abiertamente despreciado en las principales capitales del mundo, pese a representar a la octava potencia económica del mundo.

Si Castro no miente en esta ocasión, Aznar recomendaba contundencia a Clinton porque «si estamos en una guerra, hagámosla completamente para ganarla y no solo un poco. Si necesitamos persistir un mes, tres meses, hagámoslo. No entiendo por qué no hemos bombardeado todavía la radio y la televisión serbias». La televisión y la radio públicas de Belgrado, por supuesto centros de comunicación y control del régimen a derribar, fueron atacadas el 23 de abril de 1999. Que este ataque -lógico según todo manual- se debiera a que Clinton se apresurara a transmitir a sus generales el deseo de don José María convertido en orden parece poco verosímil, pero de ser cierto convertiría a Aznar en el español más influyente desde Felipe II.

Las palabras atribuidas por Castro a Aznar de «si estamos en una guerra, hagámosla completamente para ganarla» son profundamente sensatas y por desgracia no siempre bien entendidas. Son lógica elemental que funcionó en los Balcanes donde se ganó la guerra, se paró el genocidio en que se había embarcado el régimen de Milosevic, se dio a Serbia la oportunidad de emprender una senda civilizada y democrática y se le abrió la puerta de Europa. Por desgracia, como ya ha sucedido en los últimos años en Irak y puede estar ocurriendo ya en Afganistán, también en los Balcanes se puede perder la paz después de haber ganado la guerra, incluso 18 años después. La historia europea está repleta de ejemplos en los que estos plazos se convierten en meras treguas entre terribles guerras. Y probablemente la senda más corta para que así sea pase por los miedos pánicos a la independencia de Kosovo que se reflejan en la creciente resistencia al plan del ex presidente finlandés Maarti Ahtisaari. No me sorprendió la firme oposición al mismo por parte del embajador Javier Rupérez en esta misma Tercera de ABC. Si como parece deseaban él y tantos otros, Clinton hubiera esperado a una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU para intervenir, quizás hoy no quedara un albanés vivo en territorio kosovar. Sí me preocupó más que José María Aznar, en su referido discurso en el Castillo de Varsovia, dejara también clara su oposición al plan al manifestar la obviedad de que la «intervención no se hizo para crear un Kosovo independiente». Los miedos a la generación de paralelismos con conflictos nacionalistas en otras partes de Europa y especialmente en España llevan a muchos políticos a caer en el profundo error que esos nacionalismos por supuesto nutren con fervor. Nada más atractivo para los nacionalistas diversos, expertos en inventar la historia, que contar con apoyos que asumen su lógica aunque sea desde la posición contraria. Porque la solución que propone el Plan Ahtisaari no es un proyecto de secesión sino una hoja de ruta para la normalización internacional del último capítulo de la disolución de Yugoslavia que impida la reactivación del conflicto. Este peligro se agudiza cada día que pasa sin que Kosovo tenga su estatus final. Y éste no puede estar bajo hegemonía serbia por la misma razón que a nadie se le ocurre poner bajo soberanía de Belgrado otras partes de la extinta Yugoslavia. Nada tiene esto que ver con el supuesto derecho de autodeterminación que habría llevado a la región a cambiar una Gran Serbia tan aceptada por muchos por una Gran Albania tan inaceptable para todos.

Las comparaciones interesadas sobre la «cuna serbia» y el «Covadonga serbio» sólo sirven para confundir a la opinión pública española. Y para nutrir el sentimentalismo nacionalista serbio que nunca dará paso a una sociedad civil mientras no pase definitivamente la página de Kosovo. Este territorio ha sido macedonio, serbio, turco, albanés e italiano. Y sus iglesias y conventos serbios son patrimonio de la humanidad y habrán de ser protegidos como todos los bienes serbios con las garantías que propone el Plan Ahtisaari. Pero son tan escaso argumento para revertir o posponer el final definitivo del proceso de disolución yugoslavo como las iglesias bálticas alemanas para plantear reclamaciones germanas en Polonia o Königsberg.

Tiene razón Aznar en que la intervención no se hizo para crear un Kosovo independiente. Se hizo para poner fin al último y más brutal capítulo de un genocidio que había comenzado ocho años antes en junio de 1991 en el norte de Yugoslavia a partir de un plan elaborado en Belgrado para una guerra de conquista con objeto de crear una Gran Serbia. El resultado final, tras centenares de miles de muertos, es una Serbia más pequeña de lo que era y que irremediablemente ha perdido toda capacidad de soberanía sobre Kosovo. Las nuevas negociaciones con este plazo que ha impuesto la oposición de Rusia al plan no pueden tener resultados relevantes. Por ello, Europa y Estados Unidos deberían ejercer toda su influencia para que no haya nuevos retrasos en la aplicación de un plan que en lo fundamental no tiene alternativa.

Quienes desde Europa caigan en la trampa de los paralelismos que alimentan los nacionalismos periféricos europeos y lógicamente el serbio -aparte de una Rusia de nuevo nacionalista y expansiva que quiere ganarse un veto sobre la política europea-, deben saber que si muere el Plan Ahtisaari la región estará de nuevo al borde del caos. Las consecuencias de perder la paz en los Balcanes deberían estar bien claras hasta para quienes no quisieron ver allí una guerra cuando los muertos ya se contaban por decenas de miles.

Para cerrar de una vez por todas la herida balcánica, acabar con los mitos, desactivar los victimismos nacionalistas y lograr el definitivo impulso de la región entera de los Balcanes occidentales hacia la sociedad civil y la modernidad es imprescindible que todos asuman lo sucedido desde 1991, los terribles sufrimientos, las pérdidas y los costos. Cuanto antes entienda la sociedad serbia que, entre dichos costos, inmensos de la guerra desatada en su día por su caudillo, -con enorme apoyo popular-, está la creación del Kosovo independiente, antes podrá reencontrarse en la búsqueda de un futuro en libertad y prosperidad, libre de los fantasmas del pasado.

Hermann Tertsch, periodista.