«Conceder la independencia a los kosovares equivale a premiar a un movimiento secesionista que empleó métodos terroristas»: así definía el historiador canadiense Michael Ignatieff, en su libro Los derechos humanos como política e idolatría (2003), la posibilidad de que la Unión Europea y los EEUU reconocieran la independencia de Kosovo. El pasado domingo, el Parlamento de Kosovo proclamó unilateralmente la independencia de la región. Los EEUU y la mayoría de los países miembros de la UE han declarado que van a reconocer el nuevo Estado soberano. Los líderes políticos de la Comunidad Internacional (léase «Comunidad Internacional» como sinónimo de Occidente y de la política de los EEUU y la UE en los Balcanes) esgrimen dos argumentos para justificar este grave precedente histórico que viola las disposiciones del Derecho Internacional en lo tocante a la modificación de fronteras y la Resolución 1244 de la ONU, que garantiza la integridad del territorio serbio: 1) lo presentan como una consecuencia lógica de la política de limpieza étnica dirigida por el régimen de Slobodan Milosevic, y, 2) arguyen que es inevitable. Conviene examinar detalladamente estas dos justificaciones que proporcionarán nuevas coartadas a los proyectos secesionistas en suelo europeo, toda vez que, sin ir más lejos, el Gobierno vasco ve ya en la independencia kosovar «una lección» para España.
Entre marzo y junio de 1999, la OTAN entró en guerra contra Yugoslavia, sin aval de la ONU, para interrumpir la limpieza étnica que sufrían los albanokosovares. La decisión de la OTAN se basó en redefinición de la cuestión de Kosovo: en primer lugar, el conflicto entre dos nacionalismos, serbio y albanés, que definían su concepto de nación en términos étnicos -ambos pueblos consideraban que el territorio de Kosovo les pertenecía por ser el meollo histórico de sus respectivas identidades- se convirtió en una cuestión de derechos humanos. En segundo lugar, la guerrilla kosovar que atacaba a los policías y civiles serbios y que fue definida por el Secretario de Estado norteamericano James Baker en 1993 como un grupo terrorista, fue aceptada como el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK). Esta redefinición se basó en el hecho de que el régimen de Milosevic, con el fin de impedir la secesión de Kosovo, no sólo había promovido la guerra contra el ELK, sino también contra la población civil kosovar. Cuando la Comunidad Internacional decidió bombardear Yugoslavia, sabía que el ELK cometía análogos actos criminales de limpieza étnica contra los serbios de la región (e incluso contra los albaneses moderados), pero decidió tomar parte por los albaneses, apoyándose en que éstos habían sufrido más, y en que los americanos y la UE ya estaban hartos de las guerras de Milosevic, aunque habían llegado a firmar con él los acuerdos de Dayton sobre el destino de un país que no era suyo (Bosnia Herzegovina). El caso de Kosovo demuestra -y esta sí es una lección que deben aprender los países occidentales- que un Estado no democrático, cuando se enfrenta a un nacionalismo secesionista violento, comete inevitablemente violaciones de los derechos humanos contra la población separatista, porque no tiene otro instrumento que la guerra para enfrentarse a una amenaza de destrucción de su integridad territorial. Los Estados democráticos tienen la posibilidad de enfrentarse a los secesionismos violentos con el armazón legal emanado de la constitución (como se demostró en España durante las dos legislaturas del gobierno de José María Aznar). En cualquier caso, los kosovares, a imitación de los eslovenos y croatas, no exigieron, tras el colapso del comunismo yugoslavo, transición democrática y derechos civiles, sino un Estado independiente. El bombardeo de Yugoslavia se justificó basándose en el «derecho de intervención humanitaria», aunque el estatus jurídico del mismo no esté nada claro. La carta de la ONU exige a los Estados respeto de los derechos humanos, pero prohíbe el empleo de la fuerza contra otros Estados y la interferencia en los asuntos internos de éstos. Sin embargo, en 1999, la OTAN intervino supuestamente para impedir la limpieza étnica, no para apoyar la independencia de Kosovo contra Serbia. Parece que este hecho se ha olvidado. Así como se ha olvidado también que los serbios aguantaron tres meses de bombardeos porque no estaban dispuestos a permitir la secesión de Kosovo, y sí en cambio a impedirla por la fuerza, que es como realmente se suele defender el territorio nacional cuando no hay otro remedio. El reconocimiento de la independencia de Kosovo revela que este sufrimiento ha sido en vano.
El mecanismo de la conversión de los derechos humanos en derecho de autodeterminación es más religioso que jurídico. Se diría que Serbia debe pagar por los pecados del pasado, cuando el régimen totalitario de Milosevic pisoteó los derechos humanos de los albaneses (cosa que había hecho más eficazmente en Albania el totalitarismo comunista albanés), y se decide así, arbitrariamente, que Serbia no tiene derecho a su integridad territorial, pese a que la Resolución 1244 de la ONU garantiza tal derecho. Puede parecer justo que los kosovares consigan su aspiración milenaria, puesto que han sufrido mucho, pero no les avala el derecho internacional. Aquí hay una clara prevaricación: la justicia emana del derecho, y no a la inversa.
¿Por qué es inevitable la independencia de Kosovo? Intentaremos analizar este segundo argumento. Casi todo es evitable, incluida la muerte de los Estados (aunque no la de los individuos). El bombardeo de Yugoslavia fue percibido por los kosovares como promesa de independencia. La prueba de ello es que nunca rebajaron sus exigencias de secesión durante más de un año de negociaciones, mientras los serbios aceptaban todo excepto la independencia de Kosovo. El Plan Ahttisari, o sea, el programa de creación de un Estado kosovar, es el resultado de la intransigencia albanesa. Ahttisari constata que se han agotado todas las vías de negociación, y deduce de ello, arbitrariamente, que la secesión de Kosovo es inevitable.
Otro argumento a favor de la fatalidad es que la Comunidad Internacional necesita dar una solución al estatuto de Kosovo, para poder retirarse de los Balcanes. Sin embargo, Kosovo hasta ahora no ha dependido de Serbia, sino de la Comunidad Internacional. Ahora, con la independencia, será mucho más dependiente de la misma: no tiene estructura burocrática propia; es un país pobre, con alta tasa de paro y presencia ubicua de mafias y narcotraficantes, donde la población cree que la culpa de todo la tuvo el régimen de Milosevic (y ahora, los occidentales).
Las consecuencias políticas de la aparición del nuevo Estado soberano serán letales y paradójicas. Kosovo tardará en normalizar sus relaciones con los países vecinos. Con Serbia, no hay visos de entendimiento. Los políticos europeos que, como Javier Solana, creen en la eficacia de la política de la zanahoria, se equivocan. Es absurdo pensar que los serbios, después de todo lo que sufrieron por no ceder a las pretensiones independentistas, se conformen ahora con la promesa de un futuro ingreso en la UE. También se equivocan al echar a Serbia en brazos de Putin, porque, sin una Serbia estable, no habrá estabilidad en los Balcanes. La independencia de Kosovo no es la última etapa de la balcanización de Yugoslavia: queda por ver qué pasará con el Sandzak, de mayoría musulmana, y con los serbios del norte de Kosovo, que ya han rechazado reconocer al Gobierno de Pristina. Pero lo más peligroso de todo esto es el mensaje tácito a los movimientos irredentistas: se puede conseguir un Estado soberano mediante métodos violentos, involucrando a la Comunidad Internacional y apelando a su compasión e identificando los derechos humanos con el derecho de autodeterminación (el mismo discurso que mantiene hoy ETA).
Lo paradójico de esta situación es que Europa actúa contra sí misma. Alienta los nacionalismos irredentistas de sus países miembros y desmiente así su rechazo de las sociedades étnicamente homogéneas y del odio al diferente. Porque eso es lo que significa Kosovo: una mayoría albanesa que no quiere convivir con un pueblo al que odia.
Por Mira Milosevich.