Kosovo: la solución menos mala

Ante una aparentemente inevitable declaración de independencia de Kosovo, la Unión Europea debería mantenerse unida y seguir una política realista y alejada de las posiciones maximalistas de Estados Unidos y Rusia. Se trata de evitar que un Kosovo independiente se convierta en un Estado fallido.

El problema de Kosovo no tiene buena solución. Ésta es la dura realidad que va siendo aceptada a medida que se acerca el 10 de diciembre, la fecha límite para que concluyan las negociaciones sobre su estatus final. Ahora, pues, se trata de encontrar la solución menos mala para este territorio cuya superficie es similar a la de Asturias y cuya población de dos millones de habitantes está compuesta por un 90% de albanokosovares musulmanes que quieren la independencia y un 7% de serbios cristiano-ortodoxos que se oponen a ella. Todo apunta a que esta solución pasará por la aceptación de una independencia supervisada.

Aunque Kosovo nunca ha sido un Estado independiente, el nacionalismo kosovar ve la posibilidad de que el sueño de la independencia se haga al fin realidad. Tras cuatro siglos y medio de ocupación otomana, en Kosovo ha prevalecido la tensión y los enfrentamientos étnicos entre la mayoría albanesa y la minoría serbia dominante. En 1974, Tito hizo de Kosovo una "provincia autónoma" de Yugoslavia, pero esto no satisfizo a los albaneses, por ser éste un estatus inferior al de las seis repúblicas de la federación (Serbia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia, Montenegro y Macedonia).

En 1989, con el nacionalismo serbio en auge, Slobodan Milosevic suprimió la autonomía kosovar. Enfrentados a una creciente resistencia, las tropas serbias empezaron una ola de masacres que condujo a la decisión de la OTAN de intervenir militarmente contra Serbia en 1999 para evitar un genocidio. Desde entonces, a pesar de seguir formando parte de iure de Serbia, Kosovo vive bajo la tutela de la ONU y no depende de facto de Belgrado, sino de las instituciones locales creadas en los últimos ocho años.

Las negociaciones entre las delegaciones serbia y kosovar para resolver la cuestión del estatus que han tenido lugar en los últimos seis meses no han avanzado en absoluto. La delegación kosovar considera que la independencia es la única solución justa tras tantos años de opresión. Belgrado insiste en la integridad territorial de Serbia, ofreciendo diversas variantes de su fórmula "más que autonomía, menos que independencia". Para los serbios la cuestión tiene una importante dimensión histórica y emocional: Kosovo, consideran, es la cuna de su nación.

Para superar este impasse tendrán que surgir un ganador y un perdedor. Estamos ante un juego de suma cero.

Dentro de la troika internacional que apadrina las negociaciones, Washington simpatiza con la mayoría albanesa y aboga por la independencia de Kosovo; Moscú apoya a Serbia y exige que se respete la resolución 1.244 del Consejo de Seguridad de la ONU, según la cual Kosovo sigue formando parte de Serbia; la UE, por su parte, se declara a favor del plan del mediador de la ONU Maarti Ahtisaari que propone una independencia supervisada por los europeos.

Desde 1999, Washington ha apoyado abiertamente la independencia de Kosovo disparando las expectativas de los albanokosovares. No es de extrañar que las calles de Prístina, la capital de Kosovo, sean un potpurrí de homenajes a Bill Clinton, Madeleine Albright y George W. Bush. Tras el desastre iraquí, Washington considera que la independencia de Kosovo supondría un tanto a su favor de cara a las opiniones públicas musulmanas. Esta independencia le proporcionaría, además, una valiosa base militar a tiro de Oriente Medio.

Para Vladímir Putin, Kosovo representa otro peón más para el resurgir ruso. Su ya anunciado veto en el Consejo de Seguridad a una independencia kosovar responde más a sus ambiciones geopolíticas generales que a cualquier cálculo -legítimo o no- en cuanto a Chechenia o Abjazia y Osetia del Sur, y por supuesto que a la solidaridad eslava con Serbia. El caso de Kosovo le brinda una oportunidad para defender los intereses nacionales rusos desde una posición de legalidad.

El primer ministro serbio, Vojislav Kostunica, apuesta fuerte por Rusia. Tras declararse en contra de que su país forme parte de la OTAN, presenta la pujante relación económica con Moscú como una alternativa a un futuro europeo para Serbia. Pocos serbios, no obstante, parecen convencidos: las encuestas demuestran que un 70% de ellos está a favor de formar parte de la UE.

Queda por ver si el anuncio, esta semana, de la rúbrica del Acuerdo de Asociación y Estabilización (AAE) entre la Comisión Europea y Belgrado cumple su papel de apaciguar la agresiva retórica de Kostunica vis-à-vis Kosovo. A pesar de que los criminales de guerra Radovan Karazdic y el general Ratko Mladic sigan en libertad, la UE parece haber optado por una estrategia que intenta compensar la más que probable próxima violación de la integridad territorial de Serbia.

La UE busca por todos los medios evitar una discrepancia abierta entre sus Estados miembros. La mayoría de los Estados europeos aceptan que la independencia es la única solución realista, ya que no hay ningún nivel de autonomía que pueda satisfacer las ansias de independencia de la mayoría albanesa. Pero algunos Estados, incluido España, se han mostrado cuando menos reticentes a la hora de reconocer la secesión de Kosovo.

En el caso de España, preocupa, en general, la proliferación de nuevos Estados europeos (Kosovo sería el 23º nuevo Estado de Europa desde el fin de la guerra fría) y, en particular, el hecho de que, por no haber tenido previamente una vida independiente, constituiría un precedente útil para las aspiraciones secesionistas de sectores de Cataluña y el País Vasco. Pero España debe valorar que el peligro de este precedente no justifica dividir a la UE en un escenario tan inestable. A la hora de adoptar una posición en Bruselas, Madrid debería reconocer que es preferible alinearse con la mayoría europea y mantener a los 620 soldados españoles destacados en Kosovo para tener a ese territorio más "dentro" que fuera de la UE.

Cierto es que existe el peligro del llamado "efecto dominó" en los Balcanes. Desde Belgrado y la República Srpska llegan amenazas acerca de una posible separación de esta última de la frágil Bosnia-Herzegovina si se materializa la independencia kosovar. Pero la UE debe asumir que la situación de facto de Kosovo se va a imponer a la realidad de iure. Tras más de ocho años de supervisión de la ONU y sin tener que responder ante Serbia, Kosovo tiene de facto los atributos de un Estado. Eso sí, un Estado frágil.

La labor de la comunidad internacional liderada por la ONU para establecer un Estado de derecho y crear instituciones en Kosovo ha sido un reto complicado. Los acontecimientos de marzo de 2004 en los que murieron 21 serbios y la corrupción reinante demuestran que los principios democráticos occidentales no han podido prevalecer sobre las rivalidades étnicas y las inercias de una sociedad basada en clanes. Y a pesar de que la UE haya invertido 1,6 billones euros en el desarrollo de Kosovo, el desempleo entre los jóvenes de 15 a 24 años alcanza el 75%.

Por otra parte, es una incógnita qué ocurrirá en el norte de Kosovo, de mayoría serbia, donde la población boicotea las incipientes instituciones kosovares y sobrevive gracias a estructuras paralelas financiadas desde Belgrado. Una partición del territorio -al menos de facto- también es muy probable.

El peligro de que Kosovo se convierta en un Estado fallido en el frágil flanco suroriental de Europa es una posibilidad real. Así que ha llegado la hora de que la UE se muestre unida y desarrolle una política más sensata que las posiciones maximalistas estadounidense y rusa. Esto significaría aceptar una inminente declaración unilateral de independencia kosovar y continuar tomando todas las medidas posibles para que Kosovo se consolide como un futuro miembro de la UE y no como el centro neurálgico de la economía ilegal europea. Es la solución menos mala para Kosovo y para Europa.