L’alumne invisible

El director de un centro educativo público explica su trabajo diciendo que tiene dos misiones esenciales. La primera es asegurarse de que el importante volumen de dinero de los contribuyentes puesto a su disposición se gaste con la má- xima corrección y eficacia. El director señala que puede administrar el presupuesto con autonomía y criterio empresarial, siguiendo unas directrices nítidas que le dan bastante margen de maniobra. Naturalmente, como el suyo es un país democrático y riguroso, debe rendir cuentas de su gestión y de los resultados que obtiene a las autoridades que le han nombrado.

Para el director, su segunda misión también es muy clara y taxativa: debe garantizar que en su centro se hace efectivo el derecho de cada alumno a recibir una buena educación. Este derecho es inseparable del de cada familia a que su hijo o hija sea atendido de forma óptima. Los padres tienen derecho a esperar del centro docente que ponga las máximas expectativas en el aprendizaje y el desarrollo personal de su hijo. Para el director, este es un derecho fundamental, que hay que materializar siempre, sin excepciones, ya que cada niño solo tiene una oportunidad única e irrepetible de disfrutar y aprovechar su etapa escolar. No es admisible que un alumno fracase en sus aprendizajes porque la escuela no le proporciona toda la atención que necesita. Desgraciadamente, las cosas no siempre van bien, pero en ningún caso es porque la institución no ha hecho todo lo que era necesario.

El director afirma que este objetivo requiere mucho esfuerzo de él y del equipo docente, a pesar de que trabajan en un centro muy bien organizado, preparado y dotado. Considerando su propio papel como responsable, señala que no podría lograr ambos objetivos si simplemente fuese un buen gestor. Piensa que el director de un centro educativo es mucho más que un ejecutivo o un administrador ya que debe entender profundamente la educación y ser capaz de ejercer un liderazgo pedagógico real y efectivo, influyendo en las prácticas profesionales y en el funcionamiento de toda la organización con tal de conseguir que cada alumno aprenda y desarrolle sus capacidades. Poner la atención en el alumno ante todo es la misión más importante, que justifica la primera. No concibe una sin la otra.

Formular así los objetivos, con un discurso claro y directo que se dirige a las personas, es por desgracia absolutamente inhabitual en los debates educativos en nuestro país, a pesar de que hacer del éxito de cada alumno el hilo conductor de la evolución del sistema educativo podría llegar a obtener un amplio consenso social. En nuestros debates, el alumno como persona es invisible y solo parece existir como trasfondo, como materia prima del trabajo del profesorado y como justificación de la existencia de un poderoso conglomerado de agentes sociales, de empresas, de instituciones y de administradores que viven de la enseñanza. Los portavoces de estos estamentos demasiado a menudo hablan del alumnado como si fuera una entidad abstracta, como un mero input de la industria educativa.

Y, sin embargo, en radical contraste con la frialdad institucional y el interés comercial o corporativo, para madres y padres los hijos son lo más concreto, único, importante y querido. Padres y madres quieren que, a largo plazo, la educación ponga las bases para el éxito individual, de modo que sean capaces de hacerse cargo de su vida con provecho y felicidad. A corto plazo, en el día a día, las familias quieren comunicación, buen comportamiento, ilusión, ver que sus hijos aprenden y que lo hacen a gusto. Esto, que no se evalúa ni se mide, es un elemento clave del bienestar del estudiante y de su familia, y, a la vez, es lo más positivo que un profesor puede esperar. Para el propio alumno, ser capaz de aprender y disfrutar con ello es la mejor credencial para los trabajos ricos en conocimiento, iniciativa e interacción de las economías avanzadas.

Estos temas preocupan a los ciudadanos mucho más que la selección de los directores, la gestión de los centros, los objetivos educativos de la Unión Europea, la reducción del fracaso escolar, la formación del profesorado, el aumento de su prestigio... Estos asuntos son importantes, pero enmascaran tanto la necesidad de centrar el debate educativo en el derecho de los alumnos a disfrutar de un entorno de aprendizaje efectivo y atento a sus características como la dramática incapacidad de lograrlo con los actuales planteamientos curriculares, de organización y gestión. Como si viviéramos 100 años atrás, la institución escolar se articula anteponiendo las materias de horarios rígidos y la instrucción uniforme a los métodos de aprendizaje y de seguimiento personalizado, y a potenciar a todo el alumnado atendiendo a su amplia y creciente diversidad.

Es muy difícil mejorar cuando cada cual piensa que está haciendo lo que tiene que hacer y que son los demás los que deben cambiar. Quizá un director finlandés podría explicar cómo liderar y gestionar los cambios necesarios para hacer visible a cada alumno, anteponiendo a cualquier otra consideración que se haga efectivo su derecho a ser objeto de una atención exigente y a disfrutar de las máximas expectativas y oportunidades.

Ferran Ruiz Tarragó, autor de La nueva educación, premio de Ensayo 2006 de la Fundación Everis.