La abominación que no cesa

El pasado mes de enero ocupé este mismo espacio con el mismo tema y la misma indignación. Lo que entonces llamé El arma del crimen apuntando a los paraísos fiscales, lugares de la inmundicia financiera, hoy tengo que centrarlo en el aplauso que reciben los grandes protagonistas de guante blanco de la economía criminal, con Bernard Madoff a la cabeza, cuyas fechorías desbordan los límites de lo repugnante, lo que no impide que cosechen los elogios de muchos de nuestros contemporáneos.

Todo comenzó con el triunfo absoluto del yo en el universo de los valores y la emergencia de su soberanía en la sociedad con la exaltación absoluta del sujeto, propulsor sin límites de la intimidad de masa, pero indisociable sin embargo de su vocación de triunfador social, derivada de su radical inscripción colectiva. Porque ésta es la extraña matriz de la ideología del individuo, en la que lo de uno, el sujeto en cuanto tal, es indiferenciable de lo de todos, su condición de producto social, y de ahí la lectura turbadora de la conjunción de lo público y lo privado. Conjunción en la que lo que se nos aparece como la expresión más acabada de lo propio, como lo más irreductiblemente de uno, es, al contrario, la materia subjetiva más contaminada por las determinaciones comunes que vehicula masivamente la sociedad. Determinaciones cuyo repertorio es muy limitado, en virtud, por una parte, de la propia limitación entitativa de sus posibilidades y, por otra, de la presión de la oferta real con que golpean los medios de comunicación, instrumentos privilegiados de la estrategia del vendedor, que domina el mercado y practican las grandes empresas.

Ahora, además, ideología y política se han sumado a esta estrategia, que ha hecho suya el liberalismo económico radical, una de cuyas formulaciones programáticas más populares son los Diez mandamientos para el éxito que nos propone Dany Robert-Dufour en su obra La Revolución cultural liberal, de los que pueden servir de muestra estos tres que traduzco del francés: "Tu única guía será el egoísmo", "Violarás las leyes sin que consigan cogerte", "Los otros serán sólo instrumentos para el logro de tus objetivos".

En una línea más atenuada y de recibo, pero respondiendo sustancialmente a la misma orientación, se inscriben los preceptos del Consenso de Washington, formulados por John Williamson, en los que se resume la quintaesencia de la política económica de los grandes organismos económicos mundiales, celosos guardianes del credo liberal -Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización Mundial del Comercio, Departamento del Tesoro de Estados Unidos, Ministerios de Hacienda de los principales países occidentales- cuya hermética defensa de la doctrina y de la práctica del neoliberalismo no admite una sola excepción, y cuya sustancia resumen estos tres principios que completan los mandamientos de Robert-Dufour: 1. Libertad total para los intercambios de bienes, capitales y servicios. 2. Desregulación absoluta de la vida económica sin ningún tipo de reglas. 3. Reducción drástica del gasto público, establecido en volúmenes mínimos y sometido a rígido control presupuestario sin ninguna excepción. Como dicen sus promotores, "el único gasto público productivo es el que no se hace". Esta glorificación del individuo y de sus obras tenía que traducirse, en una radicalización de la desigualdad tanto entre individuos como entre los colectivos, en especial países. Nunca los ricos han sido tan ricos, ni los pobres tan pobres. Más de la mitad de la población mundial tiene que conformarse con menos de dos dólares diarios, y más de 1.300 millones de personas intentan sobrevivir con un dólar al día.

Cada tres segundos muere un niño por causa ligadas a la pobreza y frente a ello cada día se multiplica vertiginosamente la fortuna de los más ricos. Emanuel Saez y Thomas Piketty, grandes especialistas de esta aritmética de la ignominia, nos recuerdan que, en EE UU, el 1% de los habitantes situados en la cumbre patrimonial disponen de una fortuna superior a la suma de las que tienen los 170 millones de estadounidenses con menos recursos. Robert Reich, de la Universidad de California, sostenía en un artículo en el Wall Street Journal que un director ejecutivo medio (un CEO, en sus siglas en inglés) gana hoy 364 veces más que un empleado medio, cuando hace 40 años apenas llegaba a 20 veces más. Lo cual, además, nada tiene que ver con la eficacia de su gestión. Como vemos en tantos casos.

Por ejemplo, en el de Stan O'Neal, director ejecutivo de Merrill Lynch, con pérdidas superiores, durante su mandato, a los 10.000 millones de dólares entre préstamos de riesgos fallidos y cuentas negativas de su gestión ordinaria, que recibió en su despedida 161 millones de dólares, o Hank MacKinnell, presidente de Pfizer, que perdió durante su mandato 137.000 millones de dólares en valor de mercado y se llevó a casa algo más de 200 millones.

Con carácter más general, en los últimos 30 años se ha confirmado y generalizado la práctica de los contratos blindados, conocidos popularmente como paracaídas dorados, que aseguran a sus titulares una cuantiosa retribución cuando dejen de ejercer sus funciones. Para limitarnos a nuestro país y a un solo caso, que fue objeto de controversia en la prensa, el presidente de Endesa, Manuel Pizarro, y su consejero delegado, Rafael Miranda, si hubiera funcionado la OPA que organizaron, su relevo hubiera costado 17 millones de euros. Un ejemplo francés: el superpatrón de Carrefour Daniel Bernard, que se negó a aumentar el salario a sus empleados y puso en la calle a más de mil y que, cuando dejó la empresa después de haber acumulado en provecho propio 171 millones de euros, arrambló con 38 millones como prima de salida.

Con todo, lo más oprobioso es lo que se califica como la actividad de los fondos buitres contra los países pobres -de la que me he ocupado en este diario-, fondos especializados en comprar las deudas comerciales de los países más desvalidos e intentar revenderlas con sustanciosos beneficios. El caso más sonado últimamente ha sido el de la financiera Donegal International, que compró por menos de cuatro millones de dólares a Rumania una deuda de Zambia de 11,4 millones de euros, que la Alta Corte de Londres había convertido en ejecutiva y por la que luego Donegal pedía a ese país africano 55 millones de dólares.

Y luego no digamos que ese desafuero y todas las otras fechorías globales son inevitables como consecuencia de la situación mundial. El último informe anual de la ONU sobre Desarrollo de los Recursos Humanos desmonta una vez más el mito de que la pobreza global deriva necesariamente de un conjunto de circunstancias inmodificables por los escasos recursos disponibles frente a tanta población desasistida. Y de ahí la malnutrición, las cuantiosas enfermedades, la explotación y el crimen, el analfabetismo, la mortalidad infantil. Lacras que podrían eliminarse si se pusiera fin a un orden social, cuyo objetivo principal es aumentar la riqueza de los ricos. Conductas que aplaudimos con las dos manos. Porque ¿qué puede justificar que el patrimonio de las 10 primeras fortunas del mundo sea superior a la suma de las rentas nacionales de los 55 países más pobres? ¿Cuándo dejaremos de tolerar tanta ignominia, cuando pondremos fin a tanta abominación?

José Vidal-Beneyto, director del Colegio Miguel Servet de París y presidente de la Fundación Amela.