La Administración de nuestro tiempo

El pasado 2 de octubre de 2015 se publicaron en el Boletín Oficial del Estado dos leyes de notable calado. Se trata de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, que entrarán en vigor el 2 de octubre de 2016.

La trascendencia de ambas normas deriva del hecho de que la primera de ellas, la de Procedimiento Común, regula las relaciones ad extra, esto es, las relaciones existentes entre la Administración y los ciudadanos. Por su parte, la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público se encarga de las relaciones ad intra, es decir, de establecer el mínimo común denominador de organización y actuación de las distintas administraciones públicas (utiliza para ello el título competencial estatal del artículo 149.1.18 de la Constitución) y completándolo con un mayor grado de detalle para la Administración General del Estado.

La solución normativa por la que se apuesta ahora es parecida a la vivida tiempo atrás con la aprobación de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, que, regulando ambas cuestiones de manera conjunta, vino a sustituir a las antiguas leyes de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957 y de Procedimiento Administrativo Común de 1958; normas estas emblemáticas de la reforma de la Administración Pública acometida en los años 50 del siglo pasado por la incipiente generación de administrativistas conocidos posteriormente como generación de la RAP (Revista de Administración Pública), donde destacó entre todos ellos el profesor D. Eduardo García de Enterría.

La aparición de las dos normas recientemente aprobadas y la apuesta por deslindar los contenidos que, desde febrero de 1993 –fecha de entrada en vigor de la Ley 30/1992– venían siendo regulados en una sola norma, impone una reflexión, necesariamente sintética, acerca de la evolución de las relaciones de la Administración con los ciudadanos en estos setenta años y el respeto a los pomposos principios de actuación que en todas estas normas se recogen.

Inevitable punto de partida es el hecho de que la evolución de la sociedad española en dicho periodo no ha ido acompañada de una renovación de la Administración Pública que la colocara a la altura de los nuevos tiempos y de los desafíos y demandas que los ciudadanos le plantean.

La Administración de nuestro tiempo, a pesar de los intentos de transformación mediante normas como la Ley de Transparencia de diciembre de 2013 o de las que ahora se comentan, sigue imbuida en prácticas de opacidad incompatibles con los principios que en diferentes textos normativos se contemplan y con las exigencias que una sociedad democrática madura como la que afortunadamente hemos logrado afianzar en nuestro país reclama. El hecho de que España fuese hasta diciembre de 2013 el único país europeo con una población superior a un millón de habitantes que no contase con una Ley de Transparencia muestra el grado de despreocupación que toda nuestra clase política ha sentido hasta hace bien poco por potenciar una cultura de puertas abiertas del aparato vicarial del Estado, la Administración, hacia la sociedad.

La Administración de nuestro tiempo no puede vivir de espaldas al ciudadano y principios como la participación ciudadana, consagrada a nivel constitucional en el artículo 105 y desarrollada a nivel legal en varios textos, entre ellos los que se acaban de aprobar, deben servir para algo más que para un adorno normativo carente de aplicación práctica.

La tramitación electrónica de los procedimientos administrativos por la que se apuesta en la Ley 39/2015 de Procedimiento Administrativo Común, ya recogida en la Ley de Administración Electrónica del año 2007, la regulación de principios de actuación como los que se recogen en el artículo 3 de la Ley 40/2015, especialmente los de participación y transparencia, que ya se recogían también en el actual artículo 3, apartado 5, de la Ley 30/1992 vigente hasta el año que viene, deben servir de una vez por todas para canalizar el cambio de cultura administrativa. Participación, transparencia, simplicidad, claridad y proximidad a los ciudadanos, entre otros, son principios demasiado importantes como para que una sociedad democrática madura renuncie a exigir el cumplimiento escrupuloso de los mismos por parte de una Administración que, a pesar de las mejoras introducidas en los años de democracia, sigue siendo una de las instituciones más aferradas a prácticas de un pasado poco democrático. El camino andado ha sido largo y no todo ha sido infructuoso, pero queda todavía un amplio trecho por recorrer. La exigencia social que cada vez se hace más visible y palpable debe servir para revitalizar a la Administración de nuestro tiempo y poner al ciudadano en el centro de todas sus actuaciones, atendiendo con transparencia y rigor las demandas sociales.

La lección que aquellos brillantes administrativistas del siglo pasado nos dieron, renovando la Administración de su tiempo en un contexto político de notable dificultad y consiguiendo importantes logros que redundaron en una mejora de las garantías y de la posición jurídica de los ciudadanos respecto al poder público, debe ser impulsada en la actualidad con la fuerza de un contexto político más favorable y con el convencimiento de que «la Democracia es el Gobierno del poder público en público».

Antonio Jesús Alonso Timón, profesor de Derecho Público en ICADE.

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