La admirable mediocridad de la Democracia

La democracia no es una ciencia exacta, y lo que eligen los votantes no obedece, en ninguna parte, a criterios perfectamente racionales. Si este fuera el caso, un votante español elegiría de nuevo al presidente Mariano Rajoy, porque su balance es positivo en líneas generales. La respuesta para España a la famosa pregunta que le hizo Ronald Reagan a Jimmy Carter en 1980 –«Pregúntese si su país va mejor que hace cuatro años»– es, sin ninguna duda, evidentemente sí. Los éxitos –relativos por definición porque se trata de economía y de sociedad– cosechados por el Gobierno del Partido Popular son consecuencia de una extraordinaria continuidad y estabilidad en sus acciones. Rajoy y su equipo no me parecen ni carismáticos ni emotivos, y ni siquiera apasionados, y vistos desde fuera dan la impresión de ser un equipo de directivos que aplican, sin emoción y sin dejarse distraer por contratiempos menores, una estrategia de buena gestión clásica, liberal y europea. Esta preferencia por la gestión puede desesperar a algunos votantes del Partido Popular de sangre caliente que buscan emociones más fuertes. Es verdad que la política exige a veces gestionar el Estado y gestionar las pasiones, y Rajoy está más dotado para lo primero que para lo segundo, lo que hace que el resultado final esté rodeado de incertidumbre.

La admirable mediocridad de la DemocraciaTambién podemos comprender el deseo emocional, pero natural, de algunos votantes tradicionales del Partido Popular de que aparezcan caras nuevas, que es lo que propone Ciudadanos. Aunque las caras son nuevas, las ideas no lo son mucho, porque no he oído nada en las palabras de este movimiento que se parezca a una iniciativa original. Es una pena, porque no faltan filósofos y economistas liberales, ni tampoco numerosas políticas innovadoras que solo requieren que las prueben, como el impuesto de tipo fijo (flat rate tax) o la Renta Mínima Universal (Negative Income Tax), indicada para sustituir a todas las ayudas sociales existentes, al apostar por la responsabilidad personal en vez de por la arbitrariedad administrativa. Lamentablemente, el Partido Popular no ha aprovechado esta campaña electoral para renovar su discurso, y Ciudadanos solo hace propuestas anticuadas. Por suerte, es peor en la izquierda. Como el PSOE se ha convertido en un odre vacío, entendemos que la gente de izquierdas opte por Podemos, un auténtico marxismo arcaico. Aun a riesgo de negar la realidad, de ignorar la historia del siglo XX y de preferir la utopía de unos días mejores en vez de la dura obligación de vivir en nuestro mundo tal y como es, Podemos es una droga dura, y el PSOE, una droga adulterada.

El nacionalismo también es una droga dura porque, ya sea vasco o catalán, solo ofrece un paraíso de ilusiones fugaces. Sé bien que las naciones son siempre comunidades imaginarias, pero también son comunidades contractuales, por lo que los independentistas vascos o catalanes tienen un derecho a la imaginación del que nadie debería privarles, pero no tienen derecho – ni jurídico, ni social ni humanitario– a romper unilateralmente el contrato colectivo en el que se basa España. Vemos que esos delirios nacionalistas, desde el Frente Nacional en Francia hasta el Partido de la Justicia en Polonia, recorren actualmente toda Europa, y que no existe una explicación sencilla y determinista de estos delirios, pero es fundamental protegerse de ellos explicando su naturaleza patológica y los peligros concretos a los que exponen a las naciones.

Sin entrar en los vericuetos de la política española y sin hacer predicciones, que no servirían de nada y que incluso estarían mal vistas viniendo de un observador extranjero, deseo más bien concluir con lo que es la democracia, porque tendemos a olvidar sus virtudes cuando vivimos en ella. La democracia, como la libertad de expresión, es el oxígeno que respiramos: descubrimos su importancia vital el día que nos privan de él. Por tanto, la principal virtud de la democracia es que existe. El mero hecho de que todos los partidos en liza acepten sus reglas y de que sepamos de antemano que los ganadores y los perdedores aceptarán el resultado en vez de empezar una guerra civil ya es, en sí, un gran motivo de alegría, mal apreciado, pero más decisivo aún que los resultados de unos y de otros. A lo que añadiría la definición paradójica, y muy acertada, del filósofo inglés Karl Popper de lo que es realmente la democracia: «La única manera –decía– de deshacerse del presidente, del líder, del déspota o del monarca en una fecha fija determinada de antemano, sin derramamiento de sangre». La democracia, añadía Popper, no garantiza en absoluto que el pueblo elija al más capacitado para gobernar, pero nos asegura, en principio, que se marchará; ningún régimen político sabe resolver sin violencia la cuestión del final del reinado. El futuro presidente del Gobierno español será, dentro de cuatro años, su expresidente, lo que es una invitación a la modestia para los vencedores y a la paciencia para los perdedores.

Guy Sorman

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