La admiración hacia los catalanes

A pesar de que mis tres primeros apellidos son claramente oriundos de Catalunya, soy natural de Madrid, y mis antepasados próximos, al menos hasta los bisabuelos, son todos no catalanes.

En mi casa paterna, como en muchas otras, se respiraba no ya afecto sino admiración por Catalunya: laboriosidad, europeísmo, cosmopolitismo, sensatez, etcétera; eran cualidades que nos hacían admirar a los catalanes y, sobre todo, algo que tuvimos ocasión de experimentar: hospitalidad y sentido auténtico y profundo de la amistad; cuando tenías un amigo catalán, sabías que lo sería de por vida. En conclusión, para muchísimos españoles Catalunya era el modelo que seguir.

Por eso la situación actual tiene un sentido de hondo desgarramiento. ¿Qué está pasando? Lo primero que sorprende es una drástica divergencia entre lo que uno vive directamente, por sí mismo, en las calles catalanas y lo que uno conoce a través de los medios de comunicación; entre la realidad social por un lado y la realidad política por otro. En aquella se sigue viviendo cortesía, hospitalidad, simpatía, ganas de agradar; en definitiva, lo de siempre. Por el contrario, en esta se vive rechazo, discordia, malestar, incomprensión, etcétera, llegando en ocasiones, incluso, al insulto descarnado.

La admiración hacia los catalanesExiste, pues, una dualidad: por un lado, el afecto de siempre; por el otro, un confesado y abierto deseo de separación, de divorcio.

Una encuesta importante y relativamente reciente de Metroscopia ponía de manifiesto un dato sumamente esclarecedor: 2/3 de los catalanes manifestaban afecto por el resto de España; otros 2/3 expresaban no sentirse queridos por el resto de los españoles. Paralelamente, 2/3 de los españoles no catalanes expresaban su afecto por los catalanes y otros 2/3 de aquellos manifestaban no sentirse queridos por estos.

Nos encontraríamos así en una situación particularmente paradójica con el riesgo potencial de un divorcio no querido realmente por ninguna de las partes. Un divorcio que, caso de producirse, originaría un sinfín de perjuicios, contrariedades y daños irreversibles y que, realmente, parece no ser querido por ninguna de las partes: ¿cabe un desatino mayor?

Cuando digo que la supuesta separación originaría daños y perjuicios sin cuento, me refiero no sólo a los económicos, evidentes, sino sobre todo a los humanos: personales, familiares y sociales. Por ello, más que de separación deberíamos hablar de amputación.

Si hablamos de los perjuicios económicos, ¿cabe mayor sinsentido que querer quedarse fuera de Europa? Máxime tratándose de la región más europeizada y europea de España. A este respecto, no entiendo que se pueda poner en duda, de buena fe, que la presunta separación de Catalunya produciría ipso facto su salida de Europa y el comienzo de un largo, muy largo peregrinaje para volver a ser admitida. Las recientes palabras de la canciller Merkel y del primer ministro Cameron al respecto son suficientemente claras.

La Unión Europea es un club de estados y la entrada de nuevos miembros exige la unanimidad de todos los que lo forman. ¿Puede creer alguien que una España rechazada y amputada daría su aprobación a una nueva entrada?

Un punto para destacar es la antitética actitud de los gobiernos, nacional y de la Generalitat. Este último tomando partido de un modo desaforado, otorgando a cualquier organización independentista subvenciones más que cuantiosas, dando apoyo y cobertura total a las mismas en los medios de comunicación social públicos de Catalunya (TV3 es un magnífico ejemplo) y negando el pan y la sal a las de signo contrario, como sucede en el caso de Sociedad Civil Catalana.

Por el contrario, el Gobierno nacional, a mi juicio, ha hecho bien evitando la confrontación directa, aunque se eche en falta una mayor predisposición al diálogo (no hay que cerrar la puerta a nadie y si no se le cierra, hay que dejarlo claro) y una mayor presencia y apoyo al menos moral. En efecto hay muchos catalanes que a pesar de la presión ambiental siguen mostrando su firme voluntad de seguir siendo catalanes y españoles. Tantos son que según demuestran los sondeos, son la mayoría. A mi juicio esta mayoría, una vez más silenciosa pero firme, serena y decidida, merece algo más que un respeto y un reconocimiento, merece un profundo agradecimiento y un homenaje, la sociedad española se lo debe, y el Gobierno debería tomar la iniciativa. Pero no se trata sólo de una resistencia numantina contra la amputación; debemos todos los que somos contrarios a la fractura, catalanes y no catalanes, tomar la iniciativa y concordar un nuevo proyecto común atractivo para el futuro que está llamando a la puerta. Un futuro lleno de interrogantes pero también de oportunidades, un futuro en el que en una Europa unida se difuminarán las divergencias y rivalidades nacionales y regionales y en el que nuestros hijos deberán ser, además de europeos, cosmopolitas.

Para ello debemos hacer muchas reformas, entre ellas preguntarnos, todos, qué es lo que hace que tantos españoles, catalanes o no, no se sientan a gusto en la España de hoy a pesar de ser constitucional y democrática y de estar en el club (Europa) en el que todos quieren estar.

En conclusión, apelar al sentido común, atraer e incorporar a los reticentes, cambiar lo que haya que cambiar pero entre todos, como hicimos con la Constitución de 1978; dejar las rivalidades para las competiciones deportivas y ser inteligentes en las cosas serias.

Eduardo Serra Rexach, presidente de la Fundación Transforma España.

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