La advertencia

Poco antes de su llegada a la presidencia, Nicolas Sarkozy habló de la necesidad de un breve retiro espiritual antes de ocupar el cargo que le aguardaba. Se le buscó -¿estaría en Solesmes o en el monte Athos?-, antes de descubrir que el nuevo jefe del Estado se había dejado atraer por los cantos de sirena de un yate. Fue la primera diferencia entre las palabras y los hechos y, a partir de ahí, cada nueva diferencia ha servido para confirmar la anterior, desde la algarada con un marino de Le Guilvinec hasta la desgraciada invectiva del Salón de la Agricultura, pasando por las irreflexivas promesas de ayuda del Estado a las acerías de Gandrange.

Si bien la clara victoria de la izquierda se debe, en gran parte, a consideraciones locales, es evidente que el país ha enviado un mensaje de advertencia a Nicolas Sarkozy. El grado de abstención, especialmente elevado en la derecha, confirma este sentimiento de enfado en un sector de los electores que llevaron a su paladín al Elíseo en mayo de 2007. Es decir, ha llegado la hora del desencanto e incluso la decepción. Ha llegado también la hora de recordar cuál es su deber al que fue candidato convincente (y por eso ganó) y después se convirtió en un presidente desconcertante.

Hace solamente nueve meses, la popularidad de Sarkozy se fundaba en su dominio de la palabra, que incluía la acción con un propósito voluntarista de reformas, de desprecio por el inmovilismo y de voluntad de trabajar para volver a poner en marcha a un país esclerotizado en su economía, sus arcaísmos estatales y sociales y su meritocracia en crisis. Había llegado su momento. Disponía de un gran capital político que le iba a permitir emprender tareas tan difíciles como urgentes. Su margen de maniobra era todavía más importante en la medida en que se negaba a inscribirse en un calendario de reelección, a cinco años vista, y prefería actuar -o eso decía- que perdurar. El país contenía el aliento. ¿Iba a ser capaz de triunfar, y a qué ritmo?

La esperanza política que Nicolas Sarkozy hizo nacer en mayo de 2007 se basaba en la coherencia entre un discurso, unas promesas y unos valores. Al candidato del poder adquisitivo se le oía bien, y muchos le creían, cuando se negó a comprometerse sobre el tema de trabajar más para ganar más. Llegó enero y los franceses se encontraron, a modo de felicitación, con que las arcas estaban vacías y que lo de Carla iba "en serio". Poco serio era todo aquello precisamente, aunque asesoraron bien al presidente los que le aconsejaron que no hiciera depender la nómina de la buena voluntad del poder político. Se esperaban resultados, y lo que hubo fueron las discontinuidades del corazón. "Cécilia es mi única preocupación", había confiado el jefe del Estado a unos cuantos periodistas durante la fiesta del 14 de julio en los jardines del Elíseo. Para todo el país, hoy, la preocupación es Sarkozy.

Una combinación y una coyuntura desafortunadas: el deterioro de la economía mundial, la crisis de las hipotecas de alto riesgo y el empuje de la inflación son elementos que han arrebatado al presidente unas palancas que él confiaba en poder manejar. El estilo y la forma -¿pero qué es la forma sino el fondo que asoma a la superficie?- han hecho, o deshecho, el resto.

El mal sería menor si el jefe del Estado no hubiera convertido su imagen en el centro de todo, su palabra en la única que hay que creer, su acción en la única que vale. El híper u omnipresidente se ha dedicado a enviar un reflejo turbio, con sus esfuerzos para imponer sus decisiones y su orquestación, a toda velocidad, del regreso de la esfera privada, de la que pensábamos que a partir de ahora iba a poder escapar a todos los montajes. Sobre todo, el presidente ha parecido menospreciar la laxitud de los franceses ante comportamientos que la vox pópuli reúne en el término "ostentación". Primero sin que nos diéramos cuenta, y después de forma más brutal, Sarkozy ha mermado su capital de confianza, al creer, por lo visto, que podía permitirse cualquier cosa, y sobrepasar los límites de una cierta reserva, si es cierto, como escribía Tucídides y citaba François Léotard en su reciente panfleto, que "la manifestación del poder que más impresiona a la gente es la discreción".

Hace ya varias semanas que los franceses han empezado a decir lo que opinaban de estos comportamientos decepcionantes. Como Nicolas Sarkozy no parecía tomar nota de su inquietud, pronunciaron un nombre: Fillon. La popularidad del primer ministro sugiere que su estilo es la vía que debería seguir el presidente: trabajar sin ostentación, mostrarse sin Ray-Ban ni relojes elegantes.

Sin embargo, los franceses no piden a Nicolas Sarkozy que sea el heredero directo del general, como no esperan que sea un gramático capaz de hacer malabarismos con los versos a la manera de Georges Pompidou ni el cantor de una visión aristocráticamente liberal que era Giscard d'Estaing. Tampoco pretenden que el inquilino actual del Elíseo cite a Chardonne y a Zola con el ansia de Mitterrand. Ni que se las dé de entender de arte primitivo y de civilizaciones de la lejana Asia como su predecesor. Nadie le exige que exhiba una cultura que no es la suya. Claro que, por otra parte, este hombre decididamente moderno hace gala de cierto descaro con su pretensión de parecer más inculto de lo que es.

En realidad, los franceses no piden a Nicolas Sarkozy que cambie. Al contrario, lo que le piden es que sea lo que dijo que iba a ser: un presidente activo, apoyado en su programa de reformas. Dejemos una cosa clara: sobre todo, no quieren que desaparezca. Quieren que se eleve. Y que esa altura le permita cumplir la tarea que se había propuesto, para la que fue elegido y en la que, hasta hoy, nos ha decepcionado.

Advertencia no es rechazo. Ni mucho menos. El presidente debe comprender que lo que más temen sus electores, incluso el país entero, es que fracase. Nadie puede razonablemente deseárselo. En mayo de 2007, después de 12 años de Chirac y no poco debilitamiento del poder francés, los votantes volvieron a situar el centro de gravedad del poder en el Elíseo. A Nicolas Sarkozy le corresponde encontrar el manual de instrucciones de su cargo y reducir su parte de comedia para entrar de pleno en la parte seria. Desde este punto de vista, su debilidad de hoy puede ser su fuerza mañana. Lo que tiene que hacer es reflexionar sobre ello. Ya.

Eric Fottorino, director de Le Monde. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.