La crisis catalana no acabará el 9 de noviembre, cuando los catalanes vean que no se celebra el referéndum o que se celebra un acto carente de toda base jurídica. Más bien la crisis se acentuará a partir del día 10, cuando Mas y su Gobierno hayan fracasado ante sus seguidores independentistas y éstos sientan la frustración que siempre aparece cuando se rompen los sueños más esperados. Por eso parece necesario que el Gobierno de la nación, el Partido Popular y el PSOE empiecen a preparar y acordar la agenda política posterior a la no celebración del referéndum.
Como toda agenda política, la relativa a la Cataluña posreferéndum exige establecer prioridades, hacerlas atractivas para los ciudadanos y demostrar que son posibles y adecuadas. Tengo la sensación de que el Gobierno no quiere entrar a examinar el problema de la agenda-setting porque requeriría un activismo político y mediático incompatible con el arriolismo dominante que propugna la pasividad más completa. Pero la crisis de Cataluña exige, como mínimo, un policy process muy meditado que identifique bien el papel de cada actor, las ofertas políticas que se pueden hacer y cómo se refleja en la opinión pública. Y desde un punto de vista programático, la agenda que se fije ha de intentar solucionar: a) el encaje de Cataluña en el Estado autonómico (vector catalán); b) las disfunciones de ese Estado autonómico (vector autonómico), y c) la reforma de la Constitución (vector normativo).
Antes de analizar los tres vectores de la agenda que hemos apuntado es preciso hacer un repaso a la situación en que quedará el sistema catalán de partidos después de las próximas elecciones catalanas. Convergència Democràtica de Catalunya será probablemente un partido marginal gracias al esfuerzo conjunto de Mas y de la familia Pujol. El gran partido de las clases medias que enlazaba con los intereses empresariales de Cataluña se convertirá probablemente en una pequeña formación de independentistas conservadores a quienes les dé miedo votar a una Esquerra a la que, equivocadamente, consideran un partido de izquierdas. Es probable que esa función de partido conservador de clases medias la pueda asumir Unió pero este partido y el propio Duran i Lleida se han acostumbrado tanto al juego de las ambigüedades y de las contradicciones que quizá no logren mandar un mensaje firme y nítido a los electores conservadores no independentistas. Los electores que perderá CiU pueden acabar en Esquerra pero no es probable que obtenga mayoría absoluta si los partidos no independentistas saben jugar sus bazas.
Por su parte, el PSC es lo más parecido a un cadáver político porque se ha situado en una postura que los electores no perdonan, que es la indefinición, que muchos interpretan como carencia de principios políticos. Un partido cuyos concejales no asisten al pleno del Ayuntamiento de Barcelona para no votar a favor o en contra del referéndum, un partido que se muestra contrario al último sucedáneo referendario de Mas pero ordena a sus alcaldes que colaboren si se lo piden por escrito, y que en el Parlamento vota a favor de una ley que permitiría un referéndum que desaprueba, ya no es un partido sino un conglomerado de microintereses carente de principios y de objetivos. Si Maurice Duverger hablaba de la conexión entre los partidos y la opinión pública hasta el extremo de que la estructura de la opinión pública es en gran medida la consecuencia del sistema de partidos (Les partis polítiques, París, 1951), ¿a qué opinión pública puede orientar un partido como el PSC, que rehúye pronunciarse sobre los temas capitales de Cataluña y va a rastras de las iniciativas de Mas, por inviables o endebles que sean? Las sutilezas bizantinas que ocultan indecisión no crean opinión pública. Y lo mismo puede decirse de Iniciativa per Catalunya, que quiere atrapar tantos programas (ecologistas, de izquierda, nacionalistas) que sigue siendo un partido imprevisible e incapaz de mandar un mensaje nítido al electorado (lo contrario que fue el PSUC hasta el Congreso de enero de 1981).
Finalmente, el PP tampoco tiene capacidad de influir en la opinión pública. Lastrado por el quietismo del Gobierno de la nación, condicionado por el exagerado apoyo que dio a Mas hasta que éste se pasó al independentismo, difícilmente se quitará la imagen de una derecha que no comprende lo que es Cataluña
En pocas palabras, Mas y los independentistas han triturado el actual sistema de partidos, que sólo durará hasta las próximas elecciones, tras las que quizá todo se reconduzca a un polo de Esquerra versus otro polo de Ciutadans (Podemos y asimilados son una incógnita). Quizá CiU pueda librarse de Mas y volver a la centralidad, con o sin Unió. Quizá, en fin, alguna fracción del PSC pueda dar un mensaje nítidamente socialdemócrata y autonomista. Pero la situación no puede esperar. Hay que empezar a dar pasos para cambiar la tendencia electoral que, al día de hoy, parece favorecer sólo a Esquerra.
El Gobierno, el PP y el PSOE han de diseñar una política de recuperación de electores en Cataluña, política que pasa, en el caso de este último, por aclarar qué es el PSC y si ha de refundarse con principios claros que sólo pueden basarse en el autonomismo, sin adherencias independentistas.
En la agenda política que señalábamos más arriba es necesario trabajar en el encaje de Cataluña en el Estado autonómico. Ha habido recientes iniciativas —como Cataluña y las demás Españas (Crítica, 2014), de Santiago Muñoz Machado— que van en una dirección adecuada: hay que preparar un nuevo Estatuto de Autonomía que permita establecer un campo de relaciones distinto, más nítido y más operativo (lo que no permite el actual Estatuto que más parece, por su innecesaria minuciosidad, una ordenanza municipal). No será fácil pero tras el 9-N el Gobierno, con la coadyuvancia del PSOE, debe convocar de inmediato al frágil Gobierno catalán (no hay otro) y a los partidos que deseen participar en la reforma para trabajar en un nuevo marco estatutario que respete, por supuesto, la unidad de España. Si hay algo urgente en la política española es esa convocatoria para neutralizar la propaganda independentista y para atisbar puntos de entendimiento y también incluso de desencuentro.
Al tiempo, el Gobierno debería ofrecer un nuevo modelo territorial para toda España. No es difícil, hay suficientes trabajos doctrinales que han diagnosticado los defectos del actual Estado autonómico y el derecho comparado (que no se agota en Canadá como creen algunos) ofrece modelos prácticos de descentralización. Que ese modelo descentralizador se llame o no federal es secundario, lo importante es sanear el Estado autonómico, recolocarlo sin destruirlo.
Finalmente, ese doble diseño territorial (catalán y estatal) necesita una reforma constitucional. El Gobierno se resiste pero, a juzgar por las encuestas más recientes, podría ocurrir que, tras las siguientes elecciones a Cortes, el PP no tenga capacidad para impedir una reforma que puede no responder ya a sus principios políticos. Más le vale al Gobierno preparar un texto que, conforme al artículo 168.1 de la Constitución, someta a las actuales Cortes antes de disolverse. Un texto totalmente articulado, pues si bien hay constitucionalistas que creen que bastan unos principios, la lógica nos dice que nadie vota una reforma constitucional sin conocer, hasta la última coma, qué se va a reformar.
Esta triple agenda de reformas requiere un pacto PP-PSOE y también una mayor iniciativa política de ambos partidos en Cataluña. No es fácil, pues el PP tiene poca fuerza política y el PSOE, al estar vinculado al PSC, tiene un margen estrecho. Pero si los catalanes no ven la implicación de ambos partidos, si éstos no son capaces de desplegar una nueva hegemonía política entre los millones de catalanes que no quieren la independencia, que viven acorralados por la audacia, las falacias y los grandes medios económicos de los independentistas, el 9-N producirá frustración pero no evitará nuevas situaciones de crisis.
Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid.