La agenda sobrevenida del feminismo

Una de las cosas que siempre más me han llamado la atención en mis estudios de Historia de las Ideas es la enorme estabilidad de la agenda feminista. Esa estabilidad se corresponde también con la estabilidad de sus argumentaciones. A veces, leyendo a Wollstonecraft se tiene la impresión de estar en el puro presente, no en el Siglo de las Luces. Y eso es tan extraño, habida cuenta de la variabilidad y hasta la volubilidad de otras tradiciones políticas, que sorprende e incluso inquieta.

Durante tiempo me limité a pensar que quizás el cumplimento de la agenda era tan lento que por ello se presentaba una y otra vez casi sin variaciones significativas. Esto es, tuve tendencia a atribuir su peso y estabilidad a la lentitud de las conquistas. Sólo ahora me doy cuenta de que ha sido necesario que se consolide una masa de sentido histórico pertinente para comprenderlo a fondo.

Cada inflexión histórica del feminismo ha venido acompañada de una agenda específica. Y la agenda ha definido aquellos temas de los que la vanguardia feminista debía ocuparse. Las conocemos bien. La agenda ilustrada comenzó con poner el mismo tema, la obligada sumisión de las mujeres, a la luz; siguió con la toma de estado por inclinación, el entendimiento contractual del matrimonio y la equidad en la herencia. La agenda sufragista, la más fuerte y decisiva, se fijó en los derechos educativos, civiles y políticos, más la adenda del abolicionismo. La agenda contemporánea incluye la plenitud de los derechos individuales, y, desde que los conteos de presencia femenina en ámbitos de poder comenzaron en los ochenta, la paridad. Esas son agendas, por así decir, invariantes y esperables en el devenir metódico de la teoría y la acción pública.

Ahora bien, la agenda no se produce en un medio que no posea circunstancias propias. Actualmente el feminismo en Occidente lidia con un par de agendas sobrevenidas que se suman a la principal. El intenso y acelerado proceso de globalización, que ha producido ya dos guerras mundiales y una paz vigilada durante el último siglo, ha empujado al feminismo más allá de su internacionalismo inicial. El sufragismo fue un movimiento y una vanguardia internacional que ocupó ambos lado del Atlántico con frecuentes relaciones.

Pero su internacionalismo más allá de los confines de la eficacia colonial de Occidente fue escaso, si bien diversos congresos importantes lo intentaron. El de 1923 en Roma por ejemplo. Superándolo, el feminismo contemporáneo contó con las declaraciones de la Sociedad de Naciones, de las propias Naciones Unidas y con la estructura de las conferencias internacionales desde 1975. Con todo, el internacionalismo compromete a poco. Como mucho supone la solidaridad con las personas que están trabajando sobre el terreno para cambiar sus condiciones de vida. Solidaridad que puede ser más moral que eficaz. Sólo la capacidad migratoria de los grupos humanos contemporáneos nos pone ante la agenda sobrevenida.

Si sabemos que determinado grupo sigue con prácticas de la primera agenda, esto sin duda puede parecernos desdichado, pero no compromete la claridad de la acción ni las prioridades. Pero si miembros de ese grupo se instalan en nuestras propias sociedades, sin duda la cosa cambia y bastante. Por esta circunstancia, aliada con el surgimiento de políticas identitarias, el debate del multiculturalismo ha venido ocupando al feminismo desde hace tres décadas. Este debate y sus consecuencias normativas forman parte de la agenda sobrevenida en todo Occidente. Y lo que queda. Aclaro que la agenda sobrevenida ha tenido ocurrencia a lo largo de los más de tres siglos de acción feminista. Pero ahora me interesa señalar la que está ahora presente. Agenda sobrevenida siempre hay, pero lo importante es que no ofusque la pertinencia de la agenda principal. Como llevo dicho, el multiculturalismo y sus derivados actuales son una.

No es la única. Dos debates se le han unido más recientemente. Se trata de la prostitución voluntaria y los vientres de alquiler altruistas. Respecto del primero hay que decir que proviene directamente del debate sobre la pornografía habido en los años setenta del XX, cuando la demanda de libertad sexual por parte de las mujeres feministas rompió el sobreentendido puritano que regía la dinámica de la obtención de derechos. Al atacar la base de las pretensiones patriarcales de decencia femenina, las mujeres se negaron a los viejos estándares y, en consecuencia, todas las actividades sexuales se vieron bajo otra luz. Obviamente el patriarcado supo reinterpretar ese movimiento a su favor: desde el inicio intentó incluir la vieja maquinaria pornográfica y prostitucional dentro del orden de la libertad. Con los resultados que conocemos.

Y otro tanto sucede con la maternidad. Adquiridos por fin los derechos de filiación, custodia y patria potestad, ser madre se convirtió en algo diferente. Y cuando a ello se añadió la libre elección, en algo radicalmente diferente. Sin embargo en el momento presente se pretender comprar y alquilar los cuerpos de las mujeres para que unos terceros tengan hijos, criaturas que a ellas no les pertenezcan. Naturalmente la sacrosanta palabra “libertad” va a ser de nuevo asociada a esta práctica inmemorial de dominio. Los hijos e hijas siempre han sido del padre o del amo. O un estigma si de ellos carecían. Ahora pueden ser un mercado fluido de deseos o caprichos. Basta con incentivar la indocumentada confianza en el genotipo. Asistiremos a una nueva agenda sobrevenida que, por muy molesta que resulte, no puede ser abandonada. Los vientres de alquiler han de ser explicados y combatidos.

La bandera del feminismo es pesada. Se enfrenta desde el principio a un sistema de minoración, humillación y venta que funciona razonablemente. Que produce privilegios, por lo tanto apoyo, en casi la mitad de la humanidad. Que cursa necesariamente con violencia porque nunca ha tenido todo el asentimiento que tanta falta de equidad requiere. La violencia es el huracán que llena las velas. Deflactar esa violencia, desaparecerla, es por lo tanto una condición sine que non del cumplimiento completo de la agenda. No parece que vaya a ser fácil ni que suceda espontáneamente de hoy para mañana. De ahí la constante necesidad de políticas feministas. Instalan a la humanidad frente a su propio objetivo humano. La obligan a trascenderse e inventarse como tal. La mantienen en pie. Nunca por lo tanto dejarán de ser necesarias, porque la libertad y la igualdad no pertenecen al orden espontáneo de las cosas.

Amelia Valcárcel es catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED y miembro del Consejo de Estado.

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