La agonía de Siria

El autor y sacerdote inglés William Ralph Inge dijo en cierta ocasión que “un hombre puede construirse un trono de bayonetas, pero no puede sentarse en él”. Sin embargo, la dinastía Asad de Siria parece creer que puede impugnar esa máxima.

Históricamente, pocos autócratas han entendido que el cambio producido pacíficamente por un gobierno es la solución conservadora más viable para las peticiones populares y la forma mejor de evitar la revolución violenta. Ésa es la sabiduría que Hosni Mubarak de Egipto, Muammar El Gadafi de Libia, Zine El Abidine Ben Ali de Túnez y Ali Abdullah Saleh del Yemen no han aprendido. Es la enseñanza fundamental que se desprende de la “primavera árabe” y que el Presidente de Siria, Bashar Al Asad, ha pasado por alto de forma sangrienta.

Siria, país cuya influencia en la política de Oriente Medio se ha debido más a su papel de motor del conflicto árabo-israelí que de su poder económico o militar objetivo, siempre temió, bajo los Asad, que el abandono de su confrontación ideológica con el enemigo sionista socavara el régimen. De hecho, los expertos explicaron la inmunidad inicial de Siria ante la “primavera árabe” señalando la fervorosa defensa por parte del régimen de la dignidad árabe, reflejada en su resuelta hostilidad a Israel.

Pero, como se ha visto forzado a reconocer el joven Asad, los tiempos han cambiado. La aspiración a la dignidad de la nueva generación árabe se basa en un anhelo de gobierno decente y de derechos civiles que durante mucho tiempo se denegaron con el pretexto del conflicto con los “cruzados sionistas”,

El sistema Baas sirio, uno de los regímenes más seculares del mundo árabe –otro fue el Iraq de Sadam Husein–, basado en la trinidad de partido, ejército y lealtad étnica, ha llevado al país a una guerra sectaria entre su mayoría suní y la pequeña minoría chií-alauí que ha gobernado el país en los 45 últimos años. Desde que el rebelde Ejército de la Siria Libre, mayoritariamente suní, se separó del ejército regular, Asad ha recurrido al núcleo alauí de sus fuerzas y a la shabeeha, grupo paramilitar alauí tristemente famoso, para llevar a cabo su despiadada campaña en pro de la supervivencia.

Ahora el régimen afronta su momento de la verdad. La desintegración del gobierno de hierro de Asad con una sangrienta guerra civil muestra una vez más que el desplome desordenado de las dictaduras, como el de Josip Broz Tito en Yugoslavia o el de Husein en el Iraq, suele fomentar la guerra interétnica y el desmembramiento nacional.

Otras minorías de Siria, como, por ejemplo, los cristianos, los drusos y los kurdos, tienen motivos para temer un cambio para peor. Los cristianos, en particular, que fueron protegidos por Asad, temen ahora que, si resulta derribado el régimen Baas, sufrirán las mismas consecuencias que los cristianos en el Iraq. Recientemente la Secretaria de Estado de los EE.UU., Hillary Clinton, advirtió –y con razón– a la oposición que hasta ahora no ha conseguido que las minorías se le unan precisamente porque dichos grupos no ven claro que vaya a ser mejor su situación sin Asad que con él.

La Al Qaeda suní prospera en condiciones de caos. Al verse privados de sus bases iraquíes y afganas por la intervención occidental, los militantes de Al Qaeda están acudiendo ahora en tropel a Siria desde Libia y el Iraq y probablemente sean los culpables de algunas de las recientes atrocidades terroristas habidas en Alepo y Homs. El traslado de Al Qaeda al Levante amenaza también con desencadenar un grave enfrentamiento en el Líbano entre radicales suníes, algunos de los cuales se han hecho con el control de una parte de la zona fronteriza entre Siria y el Líbano, y el Hezbolá chií. Asad acogería con agrado la extensión del conflicto al Líbano, porque desviaría la atención.

De hecho, la lucha sectaria en Siria se parece cada vez más, como en el Iraq, a una guerra religiosa yijadista. Los clérigos suníes de Siria y de todo el mundo árabe están dictando fatwas para dar al Ejército de Siria Libre la aureola de guerreros santos que luchan contra los infieles alauíes, quienes han privado a Siria de su verdadera identidad suní. Resulta llamativo que se estén bautizando batallones enteros de ese ejército suní separado con los nombres de antiguos héroes musulmanes, como, por ejemplo, Jalid ben Al Walid, el compañero del profeta Mahoma, que conquistó el Levante; Saladino, que reconquistó Palestina contra los cruzados; y Moawiyah Ben Abi Sufian, cuñado de Mahoma.

Asad, protegido por China y Rusia contra la intervención extranjera, tiene ahora permiso para perseguir sus fines sin piedad para sus oponentes. Tanto China como Rusia se sienten traicionadas por el comportamiento de Occidente en Libia, donde claramente no se atuvo al mandato de las Naciones Unidas, al derribar el régimen de Gadafi, y, dadas sus propias tensiones políticas y étnicas internas y potencialmente explosivas, ninguno de esos dos países se inclina por apoyar la intervención extranjera.

Además, Rusia, aún traumatizada por su derrota en la Guerra Fría, quiere mantener el eje Siria-Irán como moneda de cambio en sus difíciles relaciones con Occidente, mientras que tanto ella como China están cansadas, sencillamente, de la ingenuidad de éste. A su juicio, la alternativa inmediata en el mundo árabe no es entre dictadura y democracia, sino entre la estabilidad malévola y el caos apocalíptico.

Y, sin embargo, Occidente también duda sobre si actuar, por miedo a repetir el desastre del Iraq. Transformar el régimen Baas de Siria en una democracia viable es prácticamente imposible, como lo fue en el caso del régimen baasista de Husein en el Iraq, pero la perspectiva de una guerra étnica de estilo yijadista que se extienda por todo el Levante tampoco es particularmente atractiva. Tampoco para Rusia y China puede ser una perspectiva afortunada.

Por Shlomo Ben Ami, exministro de Asuntos Exteriores de Israel y actualmente Vicepresidente del Centro Internacional para la Paz de Toledo. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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