El rasgo distintivo de la democracia es la alternancia de poder, que obliga a la oposición a ser consecuente -sobre todo en asuntos tan graves como la guerra, en lo que los demócratas han sido decididamente inconsecuentes-.
Cuando la guerra de Irak -a favor de la que votaron la mayoría de los demócratas del Senado- empezó a pintar bastos y las bajas empezaron a crecer, los demócratas se guiaron por los cambiantes vientos de la opinión pública y se volvieron decididamente pacifistas. Pero necesitados de cobertura política a causa de su reputación post-Vietnam de debilidad en la defensa nacional, adoptaron Afganistán como su guerra predilecta, la que había que ganar.
«Yo formé parte de la campaña de John Kerry en 2004, que elevó la idea de Afganistán como la guerra buena a la categoría de opinión generalizada demócrata», escribía el asesor demócrata Bob Shrum poco después de ser elegido el presidente Obama. «Esto era necesario como crítica a la Administración Bush, pero también era espontáneo y a estas alturas puede que resulte hasta negativo como política militar».
Lo cual es una forma inteligente de decir que la defensa de la victoria en Afganistán fue una medida artificial y farisea en la que los demócratas nunca creyeron seriamente. Sólo fue un rapapolvo con el que castigar a George Bush en Irak -al tiempo que se da una imagen lo bastante belicista como para rechazar el estereotipo de blandos-.
Brillantemente diseñada y perfectamente cínica, la postura de guerra de Irak mala, guerra de Afganistán buena funcionó. Los demócratas ganaron primero el Congreso y después la Casa Blanca. Pero ahora, lamentablemente, tienen que gobernar. Ya se han acabado los juegos.
¿Qué hace ahora su comandante en jefe con la guerra que en tiempos afirmaba que tenía que ganarse pero que no había sido dotada de los recursos necesarios de forma cercana a la delincuencia por Bush?
¿Poner los recursos para ganarla tal vez? Se podría pensar así. Y eso es exactamente lo que pedía el 30 de agosto el mando militar elegido a dedo por Obama: un aumento de entre 30.000 a 40.000 efectivos para estabilizar el progresivo agravamiento de la situación y salvar Afganistán igual que un incremento similar salvó Irak.
Eso pasó hace más de cinco semanas. Todavía no hay respuesta. Obama se lamenta públicamente mientras el mundo espera soluciones. ¿Por qué? Porque, explica el consejero de seguridad nacional James Jones, «no se comprometen los efectivos antes de decidirse por una estrategia».
¿Que no hay una estrategia? El 27 de marzo, flanqueado por sus secretarios de Defensa y Estado, el presidente dijo lo siguiente: «Hoy anuncio una nueva estrategia integral para Afganistán y Pakistán». A continuación, esbozaba una campaña de contrainsurgencia civil-militar para derrotar a los talibán en Afganistán. Y para hacer hincapié en su seriedad, el presidente dejó claro que no había llegado por casualidad a esta decisión. La nueva estrategia, afirmó, «marca la conclusión de un cuidadoso examen político».
Conclusión, mire por donde. No un principio. Ni un proceso. La conclusión de un cuidadoso examen, aseguraba el presidente a la nación, que incluía consultas con mandos militares y cargos diplomáticos, con los gobiernos de Afganistán y Pakistán, con nuestros aliados de la OTAN y los miembros del Congreso. El responsable militar en el país asiático fue relevado por iniciativa Obama, que eligió a Stanley McChrystal. Y es McChrystal quien presentó la solicitud de sumar otros 40.000 soldados, una solicitud a la que el presidente puso la mordaza de inmediato.
La Casa Blanca comenzó a filtrar una estrategia alternativa, propuesta al parecer (¿inventada?) por el vicepresidente Biden para lograr la victoria impecable con el uso a distancia prudencial de misiles de crucero, aviones no tripulados y operaciones especiales.
La ironía reside en que nadie sabe más acerca de este tipo de guerra que el general McChrystal. Él estuvo a cargo precisamente de este tipo de «lucha contra el terrorismo» en Irak durante casi cinco años, matando a miles de enemigos en operaciones discretas de éxito considerable.
Cuando el mayor experto del mundo en este tipo de guerra contra el terrorismo recomienda precisamente la estrategia opuesta de contrainsurgencia a la que propone Obama, es decir, un incremento de efectivos importante para proteger a la población. McChrystal fue enfático en sus recomendaciones: «optar por cualquier otra vía diferente a la contrainsurgencia es perder la guerra».
Sin embargo, el presidente, convertido en joven Hamlet, se lamenta, objeta, agoniza. Sus consejeros nacionales, con Rahm Emanuel a la cabeza, le dicen que si va a por la victoria, se convertirá en Johnson, el visionario nacional destruido por la guerra de Vietnam. Su vicepresidente apuntala la quimera de un éxito indoloro del contraterrorismo.
En contra de Emmanuel y Biden se postula David Petraeus, principal experto del mundo contra la guerrilla insurgente (EEUU salvó los peores momentos en Irak gracias a él), y Stanley McChrystal, el experto más destacado del mundo en contraterrorismo. ¿De quién se fiaría usted?
Hace menos de dos meses -el 17 de agosto, frente a una audiencia de veteranos - el presidente declaró Afganistán «una guerra de necesidad». ¿Hay algo de lo que dice que siga vigente cuando el aplauso se apaga?
Charles Krauthammer, politólogo, economista y columnista de The Washington Post.