Durante los últimos días, las protestas registradas en buena parte del mundo rural español, cuya intensidad no sería aconsejable desconocer, han vuelto a traer al primer plano las preocupaciones y las dificultades que aquejan a nuestra agricultura. Además, la coincidencia en el tiempo de la emergencia de esta situación con la revisión de la cuantía del salario mínimo interprofesional (SMI) para 2020 ha añadido un nuevo elemento en el debate sobre el que resulta imprescindible reflexionar.
La historia de la evolución del SMI en España hasta 2004 no es desde luego especialmente brillante. Hasta aquel año, la cuantía del sueldo salarial había acumulado varias décadas de reducidas elevaciones que apenas habían compensado la inflación y que progresivamente habían situado al SMI cada vez más lejos de los niveles salariales medios y de los salarios mínimos que establecían los convenios colectivos.
La razón para esta evolución del salario mínimo español, singular en el contexto europeo, estribaba en que al estar vinculadas a él algunas rentas y políticas públicas de gasto —especialmente, el subsidio por desempleo—, elevar el salario mínimo significaba también elevar el gasto público, de forma que su cuantía tenía más que ver con las necesidades de la política fiscal y presupuestaria que con la propia política salarial. Ese vínculo, verdaderamente funesto, fue roto en 2004 por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, abriendo así el camino a una progresiva recuperación del papel del SMI en la política salarial española. Desde entonces, el SMI se ha más que duplicado en términos nominales (460,5 euros mensuales en 2004 hasta los 950 euros vigentes en 2020 tras la reciente revisión del 5,5%), y ello, pese a permanecer prácticamente estancado en el periodo 2012-2016.
Si, pese a esta recuperación del SMI, tan excepcional como necesaria, el empleo apenas se ha resentido marginalmente, ello se ha debido a que solo en muy contadas ocasiones el salario mínimo afectaba a los salarios de convenio. Sin embargo, esta situación comenzará a cambiar a medida que el salario mínimo legal se acerque a los salarios de convenio. Aunque existe todavía un margen no pequeño entre uno y otros en la mayoría de las ramas productivas de la industria y los servicios, es cierto que ese margen es ya muy estrecho en buena parte de los convenios colectivos del campo tanto para el personal fijo como incluso para los trabajos de campaña (olivar, vid, productos hortofrutícolas, etcétera). De ahí que aparezca ya muy próxima una situación en la que el SMI termine modificando el suelo salarial de los convenios colectivos con menor retribución mínima, entre los que se encuentran los que afectan a las principales campañas agrícolas.
En nuestra opinión, resulta todavía precipitado imputar a la evolución del SMI el débil comportamiento del empleo en una comunidad autónoma, en este caso nos referimos a Extremadura. Entre 2012 y 2019, el empleo en el sector agrario extremeño ha sido casi siempre negativo en el último trimestre de cada año (solo en 2017 se registró una mejora en la ocupación agraria). Es cierto que lo ocurrido al final del pasado año supera las pérdidas de empleo de otros años, pero si ello pudiera ser imputable a los efectos del SMI, algo parecido debería haber sucedido en otras comunidades autónomas con estructura agraria similar. Sin embargo, en Andalucía, la ocupación agraria no parece haber sufrido, todavía, fatiga alguna ante la evolución del SMI: el empleo agrario en Andalucía ha continuado su pauta de ascenso tradicional en el último trimestre de cada año y lo ha hecho incluso en mayor medida que en años anteriores.
Como casi siempre suele suceder en este tipo de análisis es mejor ser prudente, permanecer atentos y, sobre todo, actuar preventivamente. El año 2019 se saldó con uno de los mayores descensos históricos en la renta agraria española. Pese a que el año se cerró con niveles de producción altísimos en términos comparados, las rentas del sector cayeron al -8,6%. Hay que remontarse a 2005 para encontrar una evolución tan negativa de la renta agraria, y entonces (a diferencia de lo ocurrido en 2019) la caída en la renta fue debida a una reducción sustancial en la producción. Son los precios en declive y el deterioro de los márgenes ante unos costes crecientes los factores que explican esta caída excepcional en las rentas de los agricultores. Ahí es donde debemos focalizar las respuestas políticas. Y para conseguir algunas respuestas a esta situación se hace imprescindible conocer sus causas.
La cadena agroalimentaria ha sufrido una transformación radical desde nuestro ingreso en la UE. La distribución acapara la mayor parte del crecimiento del valor añadido bruto del sector frente a los productores, de modo que la capacidad del sector primario para influir en la formación de precios y repercutir en ellos los costes de explotación es muy reducida o prácticamente nula.
Otra manifestación de esta dependencia estructural es el comportamiento del mercado en las fluctuaciones de precios. España es una penosa excepción en la UE, ya que, según Eurostat, a mayor fluctuación de precios, mayor es el margen obtenido por la distribución o la industria transformadora. Las subidas en los mercados de origen se repercuten inmediatamente, pero no sus bajadas, que dejan el margen comercial prácticamente congelado.
La ley 12/2013, de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria, no ha podido impedir esta grave situación de dependencia, ni dar respuesta a nuevas y perniciosas situaciones con la entrada de poderosos fondos de inversión, en lo que se ha venido en llamar la uberización del campo.
De este modo se ha venido conformando, con una pasividad política elocuente desde la aprobación de la ley, un modelo de mercado agroalimentario donde las explotaciones agrarias se ven abocadas a la desaparición por ser imposible su competencia real en este mercado. Con los niveles tecnológicos actuales, debe ser posible tener un modelo robusto de creación y seguimiento periódico en la configuración de precios y márgenes comerciales en un marco de mucha mayor transparencia en el mercado agroalimentario.
El papel de las organizaciones profesionales agrarias, como representantes legitimas de los agricultores y ganaderos, debería ser reforzado en la relación contractual con la industria procesadora de modo que la ley de contratos agrarios vigente pueda potenciar la homologación de acuerdos y salir del testimonialismo actual que nos ofrecen sus resultados.
Estas aspiraciones de mayor transparencia no deberían encontrar resistencias en un mercado donde cada vez es más importante la reputación de las empresas y la elaboración de códigos éticos en su actuación. Conocer oficialmente sus verdaderas prácticas en la asignación de precios no solo ayudaría notablemente a la transparencia del mercado, sino a un cambio de actitud y de comportamiento que hasta ahora no se ha producido.
Aun así, no se deben descartar otras respuestas en el ámbito de los costes fiscales y, sobre todo, en los costes laborales. Reducir las cotizaciones sociales en el sector agrario para neutralizar el impacto de las subidas actuales y las que se prevén en el futuro para el SMI resulta imprescindible. Los ingresos del sistema de seguridad social están recuperándose a buen ritmo como consecuencia de las intensas subidas en el suelo salarial. Destinar una parte de tales ingresos a reducir los costes sociales y laborales de la actividad agraria en un contexto de nuevas políticas de apoyo y protección de las rentas para afrontar el despoblamiento rural debe también formar parte de una estrategia tan ambiciosa como urgente.
Valeriano Gómez fue ministro de Trabajo y Fernando Moraleda, secretario general de Agricultura.