La alegría de los pájaros

Parece que el Ayuntamiento de Barcelona ha sentenciado las pajarerías de Las Ramblas a un año de vida. Después -y después también de siglo y medio- las jaulas han de desaparecer de uno de los paseos más populares de Europa. No sé lo que pensaría Alfred Hitchcock, ni André Pieyre de Mandiargues -que las retrató en La marge y con esa novela barcelonesa ganó el Goncourt-, allá donde estén uno y otro. Como tampoco sé qué diría Gil de Biedma, cuyo trabajo en la Compañía de Tabacos de Filipinas -su sede, ahora hotel de lujo, estaba en las Ramblas- le hizo escribir ese mantra oficial de la resaca que es el verso y silbarán los pájaros -cabrones-. El alcohol -o el fin del amor cuando amanece- unen mucho y ahí están Hitchcock y Jaime Gil tildando a los pájaros de cabrones, cosa que nunca -la herencia evangélica, supongo, o la admiración que despiertan el vuelo, la sencillez o la ornitología- se nos hubiera ocurrido a los demás. Pero la verdad es que, con resaca, el piar de los pájaros puede resultar un chillido obsesivo que agite nuestros demonios y ya se sabe que la condición del artista es convertir esos demonios en arte. Eso hicieron Hitchcock y Gil de Biedma en la película Los pájaros y en el poema Albada, cada uno a su manera.

Quizá sea que el concejal que ha tomado la decisión -letal para un fragmento de la ciudad cuya importancia, real y simbólica, es indiscutible- quizá sea, digo, que el concejal bebe o vive mal de amores en Las Ramblas y tiene el sueño frágil. Nunca hay que descartar las cuestiones personales en la cosa pública. Por ejemplo: en los años 20, Stalin, y Trotski y su familia residían, puerta por puerta, en la planta baja del Kremlin. Stalin -Koba, el bandido- era soltero y perezoso, llegaba tarde por las noches y hacía que el automóvil oficial le dejara ante su vivienda. El ruido del motor y las voces despertaban a los hijos pequeños de Trotski y molestaban al matrimonio. Se sucedieron las protestas hasta que Trotski prohibió la entrada de automóviles en el Kremlin a partir de las diez de la noche. Ya sabemos cómo acabó la discusión entre vecinos, aunque una ordenanza municipal no pueda compararse con un piolet hundido en el cráneo.

Pero como uno cree en los símbolos, sospecho que también encierra una carga simbólica el hecho de que en la misma semana que se anuncia su desaparición, se haya premiado con el Cervantes la obra novelística de Juan Marsé, aquel Juan de otros conocidos versos biedmianos: El último verano/ de nuestra juventud dijiste a Juan/ en Barcelona, al regresar/. Cuando pienso en la época en que leí esos versos una y otra vez, el mapa -hablo de literatura- no es difícil de trazar. Persistía el potente eco de Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos y el aún más potente de la poesía de Gabriel Ferrater y su figura, que no ha llegado a desvanecerse nunca de ese mapa. En él Juan Benet introdujo la meditación más densa, enriqueció -como Proust lo hizo con la francesa- la sintaxis castellana e impartió lecciones sobre lo que era el gran estilo en ese libro capital que fue La inspiración y el estilo. Novelas como Señas de identidad o Reivindicación del Conde don Julián, contribuían a la educación sentimental de nuestra generación -de aquellos que leían en nuestra generación- y en la misma semana de la decisión municipal barcelonesa, a Juan Goytisolo, su autor -que nos descubrió a Blanco White (inolvidable su prólogo) y fue personaje de una bella y tristísima novela, Las casetas de playa, de su mujer, Monique Lange- le han dado el Premio Nacional de las Letras. Junto a ellos, estaba Juan García Hortelano, con aquella extraordinaria novela -la leí al publicarse, allá por 1973 y sigo fascinado por ella- que es El gran momento de Mary Tribune. Jaime Gil de Biedma había publicado sus Poemas Póstumos, José Agustín Goytisolo Bajo tolerancia, su mejor libro, y Carlos Barral, esa excepción memorialista que es Años de penitencia. En esa época, deslumbrados por Últimas tardes con Teresa, esperábamos la siguiente novela de Juan Marsé como quien espera la llegada de un transatlántico en un puerto donde sólo fondean fragatas.

Fascinación, deslumbramiento o imposibilidad de olvido pueden sonar, en esta época descreída, a necesidades de bachiller. Pero las cosas fueron así. Haber sido joven entonces, contemporáneo a todo eso, y haberlo no sólo disfrutado en su momento sino convertido en herramienta de la manera de contemplar, entender y sentir la vida, no sé si imprime carácter o no -que creo que sí-, pero si no lo hace, algo muy parecido debe de hacer. Había otras preferencias, claro, que creíamos -y probablemente lo fueron- más importantes: Scott Fitzgerald, por ejemplo, Henry James, Cavafis, el Durrell del Cuarteto de Alejandría, Bassani, Modiano, Borges y tantos otros. Pero una de las características de Juan Marsé, era que siendo un autor español, jugaba en la misma liga que cualquiera de los citados aquí al lado: de Fitzgerald a Borges. Esto fue así entonces y sigue siéndolo ahora y de esta forma el mundo novelístico de Marsé modeló nuestro propio mundo y lo hizo tal cual es. Una deuda tan impagable, como la contraída con los kioscos de las Ramblas, sus flores y periódicos y revistas y sus pájaros, tan cabrones, en un travelling inacabable que alumbraba noches y madrugadas, amores y abandonos, pasiones y temores.

Recuerdo que en esa época -principios de los 70- los modelos y patrones estaban muy claros para nosotros y la palabra maestro -que sólo se pensaba, no se decía- encerraba toda la verdad y el respeto. No como ahora, tan lenguaraces, igualitarios y confusos. Pero vuelvo a Marsé sin haberme ido nunca de él: desde Últimas tardes con Teresa a Si te dicen que caí, desde Un día volveré a El embrujo de Shanghai, desde sus retratos de Señoras y Señores a las crónicas de Los Fantasmas del Cine Roxy o sus relatos de Teniente Bravo, nada de esos libros nos es ajeno: ni la derrota, ni la alegría de contar, ni el ejemplo. Somos esos libros como somos una lengua -o dos-, una mirada, o una cadena de emociones, ideas e instintos. Creo que era Sartre que escribió que «lo importante no es lo que hacen con nosotros sino lo que nosotros hacemos con lo que han hecho con nosotros». Eso es puro Marsé: a eso me refiero cuando digo ejemplo. Y tonterías, ninguna. Ni sin premio, ni con premio, que es -el Cervantes ahora- quien gana y mejora, no Marsé, que sigue en su sitio. Porque los premios oficiales -y los otros lo mismo- son buenos o no en función de a quien se los dan. El Cervantes de ese año no podía ser mejor.

Quizá lo de las casetas de los pájaros sea para compensar tanto bueno. Quizá haya llegado un tiempo en que preferir la existencia de los árboles del Paseo del Prado o los pájaros de Las Ramblas, sea habitar un lugar antiguo donde los aventis de Marsé, la chica norteamericana de García Hortelano, la prosa de Benet o la memoria de Barral, acaben siendo sombras fantasmales -o dioses lares- a los que algunos rindamos un culto secreto, creyendo -equivocadamente, claro- que lo mejor del presente se sostiene sobre ellos. No sé. Quizá haya que ir pensando en el espiritismo como rescate de árboles y pájaros. Pero la alegría del Cervantes ya no nos la quita nadie.

José Carlos Llop