La alegría de ser una mujer de setenta y tantos años

La alegría de ser una mujer de setenta y tantos años

Cuando les conté a mis amigas que estaba escribiendo un libro sobre mujeres viejas como nosotras, de inmediato se quejaron y exclamaron: “No estoy vieja”. Lo que querían decir es que no se comportan ni se sienten como los estereotipos culturales de las mujeres de su edad. Ser vieja es equivalente a ser mandona, inútil, infeliz y un estorbo. La percepción que se tiene en Estados Unidos de las mujeres mayores es tan tóxica que casi ninguna, sin importar su edad, admitirá que es vieja.

En Estados Unidos, la discriminación por edad es más preocupante para las mujeres que envejecer. Nuestros cuerpos y nuestra sexualidad se menosprecian, nos denigran con chistes de suegras y nos volvemos invisibles en los medios. Sin embargo, la mayoría de las mujeres que conozco consideran que están en una etapa emocionante y feliz de su vida; somos resilientes y sabemos cómo prosperar siendo un grupo marginado. Nuestra felicidad proviene del autoconocimiento, la inteligencia emocional y la empatía hacia otros.

La mayoría de nosotras no extraña la mirada masculina; venía acompañada de silbidos, piropos, acoso y atención no deseada. En cambio, nos sentimos libres del yugo de tener que preocuparnos por cómo nos vemos. Por primera vez desde que teníamos 10 años, podemos sentirnos cómodas con nuestra apariencia. Podemos usar mallas deportivas en vez de medias ajustadas y pantalones de mezclilla o jeans en lugar de trajes formales.

No obstante, en esta etapa de desarrollo, nos enfrentamos a retos importantes. Es poco probable que logremos escapar de la tristeza profunda por mucho tiempo. Todas sufrimos, pero no todas crecemos. Las que crecemos, lo hacemos gracias al desarrollo de nuestras ideas de moralidad y la expansión de nuestra capacidad para lidiar con el dolor y la dicha. De hecho, este péndulo entre la alegría y la desolación es lo que hace que la vejez sea un catalizador para el crecimiento espiritual y emocional.

Para cuando llegamos a los setenta y tantos, hemos tenido décadas para desarrollar la capacidad de recuperarnos. Muchas de nosotras hemos aprendido que la felicidad es una habilidad y una decisión. No necesitamos leer nuestros horóscopos para saber cómo nos irá en el día. Sabemos cómo hacer que nuestro día sea bueno.

Hemos aprendido a buscar humor, amor y belleza todos los días. Hemos adquirido una aptitud para apreciar la vida. La gratitud no es una virtud, sino una habilidad de supervivencia, y nuestra capacidad de desarrollarla crece junto con nuestro sufrimiento. Es por eso que las personas menos privilegiadas, y no las más favorecidas, son las que realmente saben apreciar hasta las dádivas más pequeñas.

Muchas mujeres medramos a medida que aprendemos a lidiar con lo que sea. Así es, lo que sea. Al salir del funeral de una amiga, podemos oler humo de leña en el aire y a la vez saborear copos de nieve en la lengua.

Nuestra felicidad se construye a base de actitud e intención. La actitud no lo es todo, pero prácticamente lo es. Visité a la gran artista del jazz Jane Jarvis cuando ya estaba vieja, discapacitada y vivía en un apartamento muy pequeño con una ventana con vista a un muro de ladrillos. Le pregunté si era feliz y me respondió: “En medio de mis orejas tengo todo lo que necesito para ser feliz”.

Puede que no tengamos el control de las cosas, pero sí tenemos la posibilidad de elegir. Con intención y atención dirigida, siempre podemos encontrar un camino hacia adelante, descubrir lo que estamos buscando. Si buscamos pruebas de amor en el universo, las encontraremos. Si buscamos belleza, se desbordará en nuestras vidas en el momento que lo deseemos. Si vamos en busca de eventos que apreciar, descubrimos que están por doquier.

La vejez tiene un equilibrio increíble: conforme nos arrebata ciertas cosas, encontramos otras más que amar y apreciar. Experimentamos la dicha con regularidad. Como dijo una amiga: “Cuando era joven necesitaba el éxtasis sexual o escalar a la cima de una montaña para sentir satisfacción. Ahora puedo sentirla cuando veo a una oruga en mi jardín”.

Las mujeres mayores hemos aprendido la importancia de tener expectativas razonables. Sabemos que no se cumplirán todos nuestros deseos, que el mundo no está planeado para complacernos y que los demás, en especial nuestros hijos, no esperan nuestras opiniones y juicios. Sabemos que las alegrías y las penas de la vida están tan mezcladas como la sal y el agua en el mar. No esperamos la perfección, ni siquiera el alivio al sufrimiento. Un buen libro, una rebanada de tarta casera o la llamada de una amiga nos puede traer inmensa felicidad. Como lo explicó mi tía Grace, quien vivió en los montes Ozark: “Consigo lo que quiero, pero sé qué debo querer”.

Somos capaces de ser más amables con nosotras mismas, más honestas y más auténticas. Las voces de las versiones de nosotras que buscaban complacer a los demás atenúan su volumen y nuestro verdadero ser habla con más fuerza y más frecuencia. No necesitamos pretender que no tenemos necesidades ante otros o ante nosotras. Podemos decir que no a todo lo que no queramos hacer: podemos escuchar lo que nos dicta el corazón y hacer lo que más nos convenga. Vivimos más satisfechas y menos angustiadas, menos enfocadas en alcanzar meta tras meta y más capaces de vivir en el momento presente, con todas sus bellas posibilidades.

Muchas de nosotras tenemos un círculo protector de buenos amigos y parejas de hace mucho tiempo. Las amistades y los matrimonios que se han mantenido durante cincuenta años poseen una dulzura que no puede describirse con palabras. Conocemos los puntos débiles, los defectos y los atributos del otro; hemos pasado por batallas campales y aun así estamos agradecidos de tenernos. Una palabra o una mirada pueden cargar muchísimo significado. Las mujeres afortunadas están conectadas a una red abundante de amigas. Esas amigas pueden ser nuestras pólizas de seguro de salud emocional.

La única constante en esta vida es el cambio. Pero si cultivamos sabiduría y empatía, podemos observar un panorama muy amplio. Hemos vivido siete décadas de la historia de nuestro país. Conocí a mi bisabuela y, si vivo lo suficiente, conoceré a mis bisnietos. Habré conocido a siete generaciones de mi familia. Veo el lugar que me corresponde dentro de una larga descendencia de ancestros escoceses e irlandeses. Hoy estoy viva solo gracias a que miles de generaciones de Homo sapiens resilientes lograron reproducirse y criar a sus hijos. Yo provengo, todas provenimos, de un linaje resistente, de otra forma no estaríamos aquí.

Para cuando llegamos a los 70 años, todas hemos experimentado más tragedia y más dicha en nuestra vida de la que podríamos haber previsto. Si somos sabias, nos damos cuenta de que no somos más que una gota dentro del extraordinario río que llamamos vida y que estar vivas ha sido un milagro y un privilegio.

Mary Pipher es psicóloga clínica en Lincoln, Nebraska, y autora del libro de próxima publicación "Women Rowing North: Navigating Life’s Currents and Flourishing as We Age".

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