La alquimia de la estafa artística

En un vuelo a Ámsterdam me tocó en suerte un compañero de asiento parlanchín, de esos que, una vez establecido el contacto, ya no deja de hablar durante todo el trayecto. Mi interlocutor resultó ser miembro de una familia dedicada al comercio de diamantes, establecida en aquella ciudad desde hacía siglos. Durante la primera parte del viaje fui informado de una actividad meticulosa y casi mágica que desconocía por completo: el tallado de diamantes. En la segunda parte la información fue menos sutil aunque igualmente sustanciosa. Mi compañero de asiento me explicó cómo se realizaba, por lo común, el lavado de dinero negro originado por el gas y el petróleo de Rusia, así como de otros países productores. Era, según él, un circuito relativamente estable, que iba desde lo ligero y móvil hasta las grandes inversiones en bienes inmuebles. En otras palabras: se empezaba con los diamantes, transportables fácilmente; se continuaba con las obras de arte, también aptas para un cómodo manejo; se culminaba con la compra de terrenos y edificios, siendo, como se comprenderá, la especulación urbanística la más complicada y la más rentable de las sucesivas especulaciones. A través de esta alquimia, de esta metamorfosis de la estafa, lo negro se convertía en blanco.

La alquimia de la estafa artísticaMi informador, de unos 40 años, había empezado a ocuparse de los grandes negocios de compraventa de casas y, como en el momento de producirse el vuelo que estoy relatando, en España ya había estallado la burbuja inmobiliaria, se manifestó en términos bastante despectivos. Invertir en ese país era un mal asunto y deberían pasar uno o dos lustros hasta que volviera a ser algo verdaderamente prometedor. Entonces sería, de nuevo, un buen asunto para los especuladores. El caso es que él, hasta aquel momento, se había dedicado a otros menesteres. Cuando era muy joven estuvo inmerso en el negocio familiar de diamantes y, luego, en la refinada tarea de transformar petróleo en obras de arte. Durante una década se entretuvo en comprar y vender por media Europa.

Este aspecto mereció mi atención y le pregunté si había estudiado arte y si tenía alguna formación al respecto. Me contestó que no tenía idea de lo que era el arte y que tampoco esto le importaba demasiado. Se movía, dijo, por instinto y, claro está, por las indicaciones de la familia. Ese instinto, me pareció, era clave: no tenía ni idea de arte, cierto, pero sabía con asombrosa seguridad lo que en nuestra época debe ser entendido como arte. Es decir, lo que la época está obligada a aceptar como arte. Su lógica era implacable pues si el dinero negro procedente del gas o el petróleo derivaba, con su vertiginoso destino alquímico, en el pequeño y refulgente diamante o en el aparatoso rascacielos de playa mediterránea, con igual razón se traducía con exactitud en lo que se llamaba “obra de arte”.

Mi compañero de asiento confesaba no saber nada de arte pero, gracias al instinto, demostraba saberlo todo acerca de la “obra de arte” y, en consecuencia, acerca de lo que nuestro tiempo asumía como arte. No estaba, pues, en absoluto desinformado pues lo sabía todo, y con absoluta precisión, acerca de los precios. Este conocimiento le hacía viajar con seguridad por lo que denominaba “mundo del arte” (y que no era otra cosa que el arte que se imponía al mundo). De su boca salían clientes y productores, claramente jerarquizados según su eficacia y rentabilidad. Sotheby's y Christie's encabezaban una larga lista de galerías y museos que valía la pena tener en cuenta. Paralelamente, surgía el canon de artistas con facilidad pasmosa pues el que tenía un precio más alto era sin duda el más valioso. Todo era, por así decirlo, más diáfano y menos atormentado cuando se entendía de una vez que la verdad del petróleo y la verdad del arte eran lo mismo, sólo que en dos estadios distintos de la transmutación capitalista.

Debo reconocer que aquella conversación aérea fue muy instructiva, no por lo que me contó acerca del lavado del dinero negro el vástago de una familia mafiosa sino porque su juicio de valor acerca de lo que pudiera ser el arte se aproximaba mucho, hasta casi confundirse, con lo que expresaban medios de comunicación, círculos académicos e instituciones artísticas. Todos ellos han ido identificando al artista contemporáneo con aquel individuo que produce mercancías que se venden al precio más elevado posible. Del mismo modo en que, a juzgar por los titulares de los periódicos, nuestra vida depende de los vaivenes de la Bolsa, es cada vez más evidente que nuestro arte, si así lo podemos calificar, es completamente dependiente de lo que fija el mercado. La cantidad —y aquí también hay alquimia— otorga la calidad. No de otro modo puede interpretarse que los medios de comunicación, además de hacerse eco de las exposiciones de clásicos presentadas como espectáculos, únicamente fijen su atención en los precios de las mercancías y hagan llegar a sus lectores y espectadores el mismo canon artístico que manejaba mi mafioso compañero de vuelo. Tampoco puede interpretarse de otra manera que las universidades, cada vez más con más descaro, hagan la misma operación y los programas académicos integren, como supuestos bienes artísticos, a meros productos de la especulación y de la impostura. Y algo todavía más determinante hay que atribuir a las instituciones artísticas, que se arrogan el papel de moldear el “gusto popular” siguiendo criterios mercantiles propios del capitalismo de casino.

Si atendemos a la cadena de lavado expuesta por el joyero de Ámsterdam no podemos extrañarnos en absoluto del éxito institucional de nombres como Damien Hirst o Jeff Koons, hasta el punto de que el Centro Georges Pompidou de París, una de las grandes referencias del arte moderno, tenga las expectativas de que la exposición de este último se convierta en una de las más visitadas de la historia. Es una perspectiva coherente: si Koons es el “artista vivo más caro del mundo” (se pagaron 43,6 millones de euros por un objeto suyo) es también el mejor. Algo análogo sucedía cuando Damien Hirst era, hace poco, también el “artista vivo más caro del mundo”.

Naturalmente, es ocioso entrar a discutir la excelencia o deficiencia de Hirst, Koons y tantos otros que integran el canon favorito de los especuladores. Tenía razón mi interlocutor del avión: da lo mismo especular en diamantes, en casas o en supuestas obras de arte. La interrogación que debería ser demoledora es preguntarnos cómo para toda una época —con sus medios de comunicación, con sus universidades, con sus instituciones artísticas— el precio aparenta ser el único juicio del arte. Ya sé que se me dirá que, históricamente, los artistas, como todos los hombres, han tenido precio, lo cual, desde luego, no quiere decir que todos hayan podido ser comprados. El artista, en la mayor parte de los casos, depende de los canales de distribución, los cuales están totalmente marcados por las estrategias especulativas. Quebrada la autonomía del creador y desaparecido el crítico independiente es, en última instancia, el especulador quien dicta el discurso artístico. Esto justifica la pobreza del punto de vista actual, que tiende a reducir cualquier complejidad al fetiche mercantil.

Llama la atención el conservadurismo de apuestas como la del Centro George Pompidou, creado para navegar, precisamente, en la dirección opuesta. Apostar por Jeff Koons, o por alguien semejante, no tiene nada de innovador sino que responde a una búsqueda de seguridad que recuerda los mismos mecanismos que rigen en los circuitos del lavado del dinero negro. Presentar el fraude como arte es una inversión segura en un mundo paulatinamente domesticado en la falta de complejidad intelectual. Sustituir cualquier asomo de trascendencia estética por el puro espectáculo es asegurar colas en las taquillas, del mismo modo en que los programas basura de la televisión siempre serán más rentables que la emisión de una buena película. La trampa es que el Centro George Pompidou y las instituciones artísticas que realizan operaciones parecidas no asuman abiertamente su carácter antivanguardista y retrógrado, una explícita traición al legado moderno, y expresen su acatamiento simbólico —y quizá explícito— a este capitalismo de casino que, como cloaca apenas disimulada, necesita de los circuitos de sucia alquimia que tan bien me enseñó mi compañero de vuelo. Si lo hicieran sabríamos a qué atenernos. ¿Por qué no organizar una multitudinaria exposición sobre cómo el fraude se transfigura en arte? Eso sí sería mostrar el signo de los tiempos.

Rafael Argullol es escritor.

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