La alucinación que nos aguarda

En el peligroso juego de exhibiciones musculares que ha sustituido al cada vez más urgente debate sobre el futuro de España, la sobreactuación de los nacionalistas no es la muestra de la nerviosa torpeza de los principiantes, sino el producto de una prorrogada inmadurez que ha logrado hacerse pasar por carácter. Que sea tan lamentable no hace menos corrosiva la tarea de quienes se dedican a la falsificación de nuestra entereza cívica y de nuestras posibilidades como nación democrática. Porque donde se supone que el liderazgo debe promover una sociedad libre de prejuicios, ajena a emociones integristas, desdeñosa ante la sacralización de las identidades, los nacionalistas consolidan su reino en el exilio de la razón democrática. Quienes habían creído que su presencia institucional era indispensable para manifestar la diversidad de nuestra nación deberán sentirse bastante defraudados. Porque lejos de expresar esa pluralidad o de reivindicarla, los nacionalistas la asfixian, obligando a vivir como sospechosos de deficiencia ciudadana a quienes, si de ellos depende, no podrán continuar siendo españoles.

Buena prueba de ello es la agotadora campaña de identificación nacionalista en la que tan a fondo se han empleado desde que han podido disponer de los recursos que todos los ciudadanos les aportan, tanto los que les votan como los que no lo hacen. Y acaba de inaugurarse el monumento a esa codiciosa malversación de fondos culturales comunes, a esa falsificación de la historia que siempre exigen las mitologías nacionalistas, a esos relatos de ficción que niegan la historia mientras pretenden reconstruirla. Dudo que en ninguna otra parte de Europa se haya podido asistir a una labor de manipulación cultural sometida al riguroso formulario de la propaganda política como la que se ha iniciado al poner en marcha en Cataluña la comisión del tricentenario de 1714.

Ya resultaba preocupante que la fiesta de la Comunidad se llevara al 11 de septiembre, momento en que la ciudad de Barcelona se rindió a las tropas de Felipe V. Pudimos suponer hace unos años que lo que se reivindicaba eran las instituciones recuperadas con la democracia. Entre ciudadanos ilusos y políticos irresponsables, buena la hicieron. Porque, justamente en el centro de una crisis devastadora que exige el esfuerzo de todos, las verdaderas intenciones del nacionalismo se manifiestan en esa versión de España caótica e ineficaz, explotadora y antidemocrática, que las oficinas de propaganda exterior de la Generalitat van a distribuir entre los europeos, en una canallesca deslealtad y juego sucio insuperables. ¿Es esta la forma en que el nacionalismo catalán pretende la regeneración de España como no dejan de repetirlo aún algunos afligidos tertulianos con aires de superioridad cívica?

Veamos algunas muestras de la alucinación que nos aguarda en más de un año de griterío conmemorativo. Un conflicto por la hegemonía en Europa, que supuso la pugna entre dos dinastías, ambas aspirantes al trono de Madrid, es presentado como una guerra ya no civil, sino un enfrentamiento entre España y Cataluña, en el que Barcelona fue el último bastión de los derechos soberanos de un pueblo a partir de entonces sometido a instituciones extranjeras y opresoras. La derrota de 1714 se prolonga en la imaginación colectiva tejida por una minuciosa formación del espíritu nacional en todos los medios educativos y propagandísticos al alcance de la Generalitat. Intelectuales de expresión abatida se asoman a los espacios televisivos para advertirnos que debemos recordar la resistencia, no la derrota. Por orden gubernativa, y con inaudita complicidad intelectual, la historia de Cataluña pasa a ser la de una prolongada resistencia contra la ocupación española.

Cabe pensar que, también por orden gubernativa, deberá borrarse toda memoria de la participación catalana en las revoluciones liberales del siglo XIX, en la fundación de los dos sindicatos obreros de masas del siglo XX, en la inmersión en uno u otro bando de la Guerra Civil y en la recuperación del régimen democrático para España tras la muerte de Franco. O Cataluña era una tierra habitada por seres indignos, dispuestos a tales niveles de colaboración humillada con sus invasores, o Cataluña no tenía la menor noción de sentirse ocupada y actuó siempre en defensa de una variedad de posiciones políticas que siempre se instalaron en la dinámica histórica de España. Desde luego, yo soy de los que creen esto último, porque sólo en el fondo del armario de una estafa cultural sin precedentes puede afirmarse que la distinción entre vencedores y vencidos en la historia de España coincide con el muro de la vergüenza que aún separa a catalanes cautivos y españoles libres.

Los nacionalistas catalanes sólo han podido justificar sus últimos devaneos secesionistas con una mendacidad que nos asombraría si no los conociéramos. Según dicen, la independencia es sólo el resultado de un desengaño. España no ha sido capaz de comprender la diversidad y, agotados los esfuerzos hechos para convencerla, no queda más camino que la separación. Por ello, la manipulación retroactiva de un acontecimiento histórico adquiere una sabrosa función política: 1714 muestra el inicio de una historia contemporánea de España en la que Cataluña no ha sido más que un territorio ocupado. En posición de firmes, la historia espera las órdenes del poder, a través de su órgano conmemorativo.

Aquí no cabe ni la indiferencia profesional ni la desidia cívica, porque el nacionalismo nunca construye sus espejismos sin arrebatarnos nuestras realidades. La historia que destrozan no es sólo la suya; también es nuestra. La torpe dialéctica de pueblos vencedores y pueblos vencidos, de naciones ocupantes y naciones ocupadas, de Estados opresores y negación del derecho a un Estado, es una grosera manipulación que a todos nos atañe. Hablemos claro de una vez. El nacionalismo catalán se ha sentido muy cómodo en España mientras esta nación ha sido una puerta de entrada a la democracia moderna, mientras ha dispuesto de recursos para fabricar un sólido Estado del bienestar, mientras sus cuarenta y cinco millones de habitantes han sido una firme base en las negociaciones con la Unión Europea. En el momento en que España ha entrado en quiebra, ha dejado de ser una nación común para convertirse en un manejable chivo expiatorio. Ese es el motivo prosaico de la desarticulación de España, del fracaso de un proceso de incorporación en la diversidad, de la abolición de nuestras expectativas de salir reforzados de lo más crudo de este invierno.

Sólo ahora hemos entendido que, para algunos aprovechados, lo que compartíamos no era un proyecto nacional, sino un matrimonio de interés. No era una pasión razonable, sino una pensión alimenticia. La protagonista de De repenteelúltimo verano indicaba a su médico que «nos utilizamos unos a otros, y a eso llamamos amor. Cuando no podemos utilizar al prójimo, entonces surge el odio». Contra lo que los nacionalistas pretenden imponernos a todos los españoles, habremos de defender que nuestra nación se ha sostenido siempre sobre otro tipo de sentimientos, sobre una madurez más honda y menos cínica. Porque lo que nos separa del nacionalismo no es ya una cuestión ideológica, sino un mero valor colectivo, un mero sentido común que algo tiene que ver con la decencia.

Fernando García de Cortázar , director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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