La ambigua sonrisa del destino

De un modo casi generalizado, los analistas de los medios han avalado la tesis de que Sánchez ha diseñado un Gobierno que tanto en su hipertrofia de carteras como en la selección de sus miembros muestra el claro propósito de diluir el efecto de la presencia en él de Podemos. Y sin duda así es al menos en la medida en que el presidente ha tenido la intención de hacerlo. Pero la política es un sistema de ocupación de espacios, de aprovechamiento de huecos, y eso lo suelen hacer mejor los activistas que los técnicos porque tienen un discurso más vibrante y más fiero, un talante más enérgico, una ambición más potente y una mayor capacidad de movimiento. Si hay algo que Pablo Iglesias ha demostrado es un fondo de aguante férreo para sobrevivir tanto a sus propios errores como a los ataques ajenos. Conviene no infravalorar su correosa, casi iluminada fe en su proyecto.

En ese sentido, el perfil de socialdemocracia ortodoxa de la mayoría de los ministros no parece a priori suficiente garantía para contener el presumible brío de un Iglesias decidido a imprimir a su participación en el Gabinete un definido sello político. El líder comunista tendrá que atenuar en parte su radicalismo pero en modo alguno va a renunciar a que se note la impronta de su partido. Y además de que está sobrado de instinto de poder, de olfato y de empuje comunicativo para sortear la vigilancia de la guardia pretoriana del sanchismo, él también se ha rodeado de un círculo de confianza constituido por su núcleo más íntimo con el objetivo de delimitar un contorno nítido. El riguroso protocolo funcional de la coalición que ambas formaciones han suscrito revela los recelos socialistas hacia un socio en cuyo carácter cimarrón atisban un serio peligro. Sin embargo, si ya resulta ingenua la idea de que un simple documento pueda lograr que dos grupos tan distintos articulen un solo equipo, roza la candidez pensar que a un ego tan descomedido lo vaya a embridar la igualdad de rango con personalidades templadas como las de Teresa Ribera o Nadia Calviño. La única contención posible será la que él mismo se imponga por disimulo, astucia o pragmatismo. Es poco probable que de momento, recién alcanzada la meta que tanto ha perseguido, dé lugar a fisuras o tensiones susceptibles de poner en duda su compromiso. Lo hará cuando lo considere preciso. Hasta tanto, la apariencia de disciplina siempre fue un componente esencial de la vieja táctica del entrismo.

A este respecto, y aunque la estabilidad del Ejecutivo dependa de un separatismo que lo vigila desde fuera, el usufructo del poder servirá de argamasa para su cohesión interna. Podemos no va a arriesgar a bote pronto su importante cuota de influencia. Su principal éxito es que el PSOE haya aceptado por necesidad propia gran parte de su agenda tras haberla despreciado de mala manera. Iglesias supo esperar porque entendió que Sánchez, al renunciar a ofrecer un acuerdo a Ciudadanos, sentía pavor a perder el liderazgo de la izquierda y era cuestión de tiempo y de paciencia que se aviniese a aceptar la correlación de fuerzas que rechazaba por pura soberbia. Una vez abierta esa puerta, el dirigente morado no pondrá pegas a que el presidente haga gestos tranquilizadores para que la alta empresa y la opinión europea aflojen sus reticencias. Él se reserva el papel de ariete contra la oposición, el que en la Transición desempeñó el ahora supermoderado Alfonso Guerra. El de adalid de una guerra de ingeniería cultural y social contra los valores de la derecha, el primer paso de la hegemonía ideológica que a medio plazo le permita aflojar los «candados» del sistema. Y el jefe del Gobierno se lo cederá sin problemas porque le evita desgaste y le sirve de aval en la imprescindible interlocución con Bildu y Esquerra. Cuando tras las elecciones se envainó por supervivencia todas sus razonables cautelas, Sánchez sabía que estaba condenado a la esquizofrenia de aparentar moderación mientras los extremistas le marcan la estrategia.

Porque son Podemos y los soberanistas quienes han fijado las grandes líneas de su discurso programático. La investidura no se la otorgaron para luchar contra el cambio climático, ni para subir las pensiones, ni siquiera para continuar aventando una revancha retroactiva contra el fantasioso legado de Franco, sino para que facilite su aspiración desintegradora del Estado. Y ése es el modelo extraconstitucional por el que Iglesias lleva tiempo apostando: la mesa «de diálogo», la «desjudicialización del conflicto», la consulta para validar acuerdos extraparlamentarios, el progresivo ninguneo de la Corona como antesala de la deslegitimación del régimen monárquico. Todo ese paquete rupturista es lo que el PSOE, ahora Partido Sanchista, con convicción o sin ella, ha comprado, y lo que trata de disimular con el nombramiento de ministros tecnocráticos o de rasgos mesurados que amortigüen la alarma del electorado ante un consorcio de fuerte tinte sectario. Sólo que mientras Moncloa iba anunciando con su habitual efectismo el goteo de agraciados, Torra se declaraba en rebeldía ante una decisión del Supremo sin que nadie le saliera al paso y Podemos apoyaba una marcha a favor de los presos de ETA en el País Vasco. Para cohabitar con esta clase de aliados Sánchez tendrá que firmar primero un pacto con sus propios escrúpulos democráticos, lo que vistos sus antecedentes de coherencia personal no parece que le vaya a resultar muy complicado.

La dificultad de dormir en promiscuidad con un enemigo la descontó en el instante mismo en que aceptó compartir con él «la sonrisa del destino» en el marco de desafío de narcisos; tahúr consumado como es, confía su aventura a sus múltiples trucos y recursos propagandísticos, en cuyo manejo ventajista goza de renombrado prestigio. La alianza con Iglesias no estará exenta de trastadas y pellizcos, pero durará el tiempo que a ambos les proporcione recíprocos beneficios, a sabiendas los dos de que el futuro de la coalición, y de la nación entera, está en las manos poco fiables del independentismo. Tal vez también al presidente, como a la portavoz de ERC, le importe un comino la gobernabilidad de España en sentido estricto, en tanto sea capaz de mantener los precarios equilibrios que le apuntalen al frente del Ejecutivo.

Ignacio Camacho

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