La ambigüedad del concepto de desinformación

La publicación, el pasado 5 de noviembre, de una orden ministerial del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática por la que se da curso al “Procedimiento de actuación contra la desinformación”, aprobado por acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional en su reunión del 6 de octubre, ha desatado una gran polémica por la ambigüedad de su redacción. El Gobierno ha dicho que ha sido malinterpretada, que solo es un procedimiento frente a las “campañas de desinformación” impulsadas por potencias extranjeras (se piensa, especialmente, en Rusia, aunque no se diga) que no afecta a los medios de comunicación nacionales, y que la prueba es que en ella no se prevé ningún tipo de infracciones ni sanciones administrativas.

Y tienen razón… Sin embargo, la orden ministerial ha causado en mucha gente una gran inquietud e inseguridad jurídica. No solo en los partidos de la oposición, que es entendible, sino en las asociaciones de medios y periodistas y, también, en juristas y ciudadanos independientes que han leído la norma en el BOE y que no la han terminado de entender y que, quizá por eso mismo, les ha preocupado.

Con unos días de perspectiva y ya con una mayor frialdad y objetividad, tanto el Gobierno como todos nosotros deberíamos analizar por qué ha saltado ese resorte instintivo que todos tenemos y que nos alerta de un posible peligro, aunque racionalmente no tengamos todas las evidencias.

Dice el artículo 3.1 del Código Civil que “las normas se interpretarán”, en primer lugar, “según el sentido propio de sus palabras” y “en relación con el contexto”. Y en la citada orden ministerial no queda muy claro el sentido de algunas palabras y expresiones y, aún menos, en relación con el contexto de las mismas: tanto el normativo, como el orgánico, el operativo e, incluso, el político y social. La definición que se ofrece de “desinformación”, tomada de la Comunicación de la Comisión Europea sobre la lucha contra la desinformación en línea (de 2018), es bastante ambigua: “Información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público”. En ella cabe casi todo.

Pero, además, no hay en la definición una mención expresa a las “campañas de potencias extranjeras” que tienen la intención de influir en procesos electorales, que fue el origen de esta estrategia. Sino que se amplía el objetivo a “amenazas a bienes públicos como la salud, el medio ambiente y la seguridad, entre otros”, y ya no especifica si se refiere a un “enemigo exterior” o a amenazas interiores.

Tampoco tranquilizan mucho expresiones como “la desinformación puede estar presente y afectar a cualquier campo”, junto con la especificación de objetivos y propósitos tales como “atajar la desinformación”, “examinar el pluralismo de los medios de comunicación” o “fomentar la información veraz, completa y oportuna que provenga de fuentes contrastadas de los medios de comunicación”.

Por último, y en lo que se refiere al contexto político y social, no ayudaron las declaraciones de la ministra de Asuntos Exteriores diciendo que “aquí no se trata de limitar la libertad de expresión, pero sí se trata de limitar que se puedan vehicular falsedades a través de los medios de comunicación, que hoy son los periódicos, las radios, las televisiones y también las plataformas digitales”.

Llegados a este punto, aparte de reconocer los fallos en la redacción y en las explicaciones, como prueba de que efectivamente no hay nada que temer y la libertad de expresión y el derecho de la información no están en peligro en España, el Gobierno debería dar algún paso en este tema.

Ya ha dado uno, pues junto al famoso “Procedimiento de actuación contra la desinformación” se publicó en el BOE, el mismo día (5 de noviembre), otra orden para la elaboración de la Estrategia de Seguridad Nacional 2021, que se aprobó por el Consejo Nacional de Seguridad en la misma reunión que aquella (6 de octubre), pero que ha pasado inadvertida. En esa Estrategia Nacional de Seguridad 2021 deberán enmendarse las ambigüedades y dejar meridianamente claro de qué estamos hablando cuando hablamos de “desinformación” en el contexto de la seguridad nacional. Y, como dice el artículo cuarto, podrá contar con un “comité asesor compuesto por representantes de los sectores público y privado y de la sociedad civil”.

Es verdad que se parte de una situación de desconfianza, pues, en relación con la crisis de la covid, se dice que “se ha visto exacerbada por el uso perverso de la desinformación por parte de actores tanto estatales como no estatales, con objeto de minar nuestras instituciones y alentar la polarización social, haciendo necesaria la puesta en marcha de mecanismos de lucha contra esta amenaza”. Vuelven a saltar las alarmas y la pregunta ¿de qué estamos hablando?: ¿de una amenaza solo exterior o también interior?; ¿de una amenaza contra la seguridad nacional o contra nuestras instituciones? (léase: críticas al Gobierno); ¿qué mecanismos de lucha contra estas amenazas se van a poner en marcha?, ¿y qué garantías? Para disolver las dudas necesitamos transparencia.

Borja Adsuara Varela es experto en Derecho y Estrategia Digital.

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