La amenaza de la biomedicina

Los avances biomédicos de las últimas décadas han sido enormemente beneficiosos, sobre todo para los pobres del mundo, cuya expectativa de vida ha aumentado de manera radical. Sin embargo, el futuro está cargado de riesgos. Si bien las constantes innovaciones seguirán mejorando las vidas de las personas, también darán paso a nuevas amenazas y agudizarán algunos dilemas éticos acerca de la vida humana misma.

Para comenzar, muchos científicos están buscando maneras cada vez más extremas de lograr prolongar la vida humana. Pero, si bien se puede decir que daríamos la bienvenida a una mayor esperanza de vida en buenas condiciones de salud, muchos no querríamos hacerlo si nuestra calidad de vida o diagnóstico cayera por debajo de un umbral determinado. Tememos aferrarnos a la vida en situación de demencia, por ejemplo, y ser causa del malgasto de los recursos o la simpatía de los demás.

Los avances médicos están también difuminando la transición entre vida y muerte. Hoy se considera que la “muerte cerebral”, cuando cesan todas las señales medibles de actividad cerebral, marca el fin de la vida. Pero existen propuestas de reiniciar artificialmente la actividad cardíaca después de la “muerte cerebral”, a fin de mantener “frescos” por más tiempo los órganos trasplantables.

Un paso así agravaría la ambigüedad moral de la cirugía de trasplantes. Por ejemplo, “agentes” sin escrúpulos ya buscan persuadir a personas de países menos desarrollados a vender órganos que luego se venden a mucho mayor precio para beneficiar a potenciales destinatarios adinerados.

Estas ambigüedades no harán más que empeorar con la carencia de donantes de órganos. En consecuencia, debería darse prioridad a que el exotrasplante –desarrollar órganos de cerdos y otros animales para su uso humano- sea un proceso seguro y de rutina. Una opción incluso mejor, aunque más alejada en el tiempo, sería usar la impresión 3D para generar órganos de reemplazo, mediante técnicas similares a las que se están desarrollando para producir carne artificial.

Los avances en el campo de la microbiología también podrían volverse ambivalentes. Es cierto que las vacunas, los antibióticos y mejores diagnósticos deben apuntar a mantener buenas condiciones de salud, controlar las enfermedades y contener las pandemias. Sin embargo, estos mismos avances han generado un peligroso contraataque evolutivo de los mismos patógenos: hay bacterias que se han vuelto inmunes a los antibióticos tradicionalmente utilizados para eliminarlas.

Esta creciente resistencia ya ha causado rebrotes de tuberculosis. Sin nuevos antibióticos, se volverá al punto en que estábamos hace un siglo, cuando las infecciones postoperatorias intratables eran un riesgo importante. Por ello, es urgente priorizar el desarrollo en el corto y largo plazo de nuevos tratamientos, además de prevenir el uso excesivo de los antibióticos actuales (por ejemplo, en el ganado estadounidense).

También el desarrollo de mejores vacunas tiene sus riesgos. En 2011, investigadores en Holanda y Estados Unidos demostraron que era sorprendentemente sencillo hacer que el virus de la influenza H5N1 fuera más virulento y, al mismo tiempo, más transmisible. Algunos contraargumentaron que bastaba con mantenerse un paso por delante de las mutaciones naturales para producir vacunas con rapidez. Pero los críticos de los experimentos advirtieron sobre el mayor riesgo de propagación no intencional de virus peligrosos, o de que bioterroristas obtengan acceso a las nuevas técnicas.

La velocidad de las innovaciones en biotecnología exige que exploremos normas para garantizar la seguridad de los experimentos, controlar la difusión de conocimientos potencialmente peligrosos y monitorear la ética con que se apliquen las nuevas técnicas. Sin embargo, sería prácticamente imposible imponer y aplicar estas normas en todo el planeta. Si algo se puede hacer, alguien lo hará en algún lugar… una perspectiva potencialmente terrorífica.

Mientras que para producir un arma nuclear es necesario contar con una sofisticada tecnología específicamente fabricada para ello, la biotecnología requiere el uso de equipos pequeños y destinados a diferentes usos. De hecho, la biopiratería es un pasatiempo cada vez más popular y competitivo. Puesto que nuestro mundo se ha vuelto tan interconectado, el potencial de daño de eventuales biocatástrofes es mayor que nunca. Y, no obstante, son demasiados lo que no quieren reconocer esta situación.

Hoy una pandemia natural tendría un impacto social muchísimo mayor que en el pasado. Por ejemplo, los europeos de mediados del siglo catorce eran comprensiblemente fatalistas, pero sus poblados siguieron funcionando incluso cuando la Peste Negra mató a la mitad de sus habitantes. Pero en estos días, en muchos países desarrollados la conciencia de la población de tener derecho a ser atendidos es tan fuerte que el orden social colapsaría en cuanto una pandemia pusiera en crisis el sistema de salud.

Tampoco es exagerado insistir en los riesgos humanos de un “bio-error” o un acto terrorista biológico. Después de todo, no se puede predecir ni controlar la propagación de un agente patógeno liberado artificialmente. Ese hecho inhibe el uso de armas biológicas por parte de los gobiernos, o incluso por grupos terroristas con objetivos específicos. Pero un terrorista solitario y desequilibrado con experticia biotecnológica no necesariamente sentiría esas limitaciones si creyera que demasiados seres humanos habitan el planeta.

Tanto un error biológico como una acción terrorista de esta naturaleza son posibles dentro de los próximos 10 a 15 años. Y, una vez sea factible diseñar y sintetizar virus, el peligro se acrecentará. La peor pesadilla sería un arma biológica altamente letal con la transmisibilidad del resfrío común.

Pero quizás el dilema principal gire en torno a los seres humanos mismos. En algún momento del futuro, la modificación genética y las tecnologías ciborg podrían hacer de los seres humanos criaturas maleables mental y físicamente. Más aún, una evolución así –una especie de “diseño inteligente” secular- tomaría solo algunos siglos, en contrate con los miles de siglos que se necesitaron para la evolución darwiniana.

Eso sí que cambiaría las cosas. Hoy, cuando admiramos la literatura y los artefactos que han sobrevivido desde la antigüedad, sentimos una afinidad con esos artistas y civilizaciones del pasado. La “naturaleza humana” no ha cambiado en miles de años.

Pero no hay razones para suponer que las inteligencias dominantes en unos cuantos siglos tengan alguna resonancia emocional con nosotros, incluso si poseen una comprensión algorítmica de nuestro comportamiento. ¿Serán siquiera reconocibles como humanos? ¿O para entonces el mundo estará controlado por entidades electrónicas?  Difícil saberlo con certeza.

Martin Rees, a cosmologist and astrophysicist, has been Britain’s Astronomer Royal since 1995. He is a former Master of Trinity College, Cambridge, and former President of the Royal Society.

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