La amenaza de la recuperación

Después del duro golpe que muchos españoles han recibido por la crisis económica, la retórica de la recuperación puede hacer que las víctimas lo sean por partida doble. En España no solo hemos perdido tejido económico y puestos de trabajo, muy probablemente también hemos dejado escapar una valiosa oportunidad para reformar a fondo nuestra economía.

Si algo bueno puede traer consigo una crisis es el impulso a la reflexión, la autocrítica, la humildad y, finalmente, la determinación para emprender cambios genuinos. Así ocurre con algunas personas y empresas cuando experimentan un revés: uno constata lo bajo que ha caído, contrapone la realidad a lo que cree que puede llegar a ser, y se motiva a sí mismo para levantarse y mejorar. La crisis no se podía prever, y difícilmente evitar, pero sí que podíamos haber aprovechado el desastre para canalizar energías e ideas hacia un nuevo proyecto económico más o menos común. En cambio, me temo que en España hemos sufrido el batacazo sin más.

No se trata de negar el cambio de tendencia de algunas series económicas ni de minimizar las medidas que ha tomado el Gobierno, aunque tampoco se puede creer, sin mayor análisis, que lo uno es consecuencia directa de lo otro. Se trata de examinar si quien tiene la principal responsabilidad en materia de política económica en este país, los dos últimos Gobiernos de España y los dos partidos mayoritarios, han hecho todo lo que estaba en su mano para sentar las bases de una economía más sólida. La cuestión es si las sucesivas rondas de recortes y reformas, diseñadas en Madrid a partir de lo que han sugerido en Bruselas, Berlín y Washington, han hecho que la economía española esté más cerca en algún aspecto de las economías de Suecia, Holanda, California o Singapur, por citar solo algunos ejemplos.

En otras palabras, y más allá de la retórica gubernamental, después de seis años de crisis ¿contamos con una autoridad fiscal verdaderamente independiente, a la cual se someta el propio Gobierno, al estilo de la sueca o de la inglesa? ¿Hemos aprovechado la creación de un nuevo macrorregulador para transferirle competencias de los ministerios y, como en el caso holandés, orientarlo explícitamente hacia la defensa de los intereses de los consumidores? ¿Hemos dado pasos para consolidar un sistema público universitario de excelencia, como el que tiene California? ¿Se ha iniciado un proceso institucional al máximo nivel y con la mayor participación y acuerdo posible para hacer de la educación la prioridad nacional, como hizo Singapur? No se puede hacer todo al mismo tiempo, pero ¿hemos hecho algo de esto?

Lamentablemente, no se puede responder afirmativamente a estas preguntas ni a otras parecidas y, es más, en algunos casos la dirección del movimiento ha sido la opuesta. Es evidente que la responsabilidad del fracaso no es exclusiva del Gobierno, sino que la comparte la oposición, los agentes sociales y, por extensión, todos los ciudadanos por no haber sido más exigentes con nuestros representantes.

Las reformas que se han adoptado recientemente en España han sido por lo general de tipo administrativo, en el peor sentido que pueda tener este noble término, y de naturaleza incremental más que radical. Se han realizado desde una óptica esencialmente pública de la actividad económica, por delante de criterios privados o mixtos público-privados. Por lo general, su concreción se ha materializado en dos dimensiones: o bien como simplificaciones legales o bien como reducciones de costes y de estructuras. Estos principios son razonables y están bien orientados, pero en absoluto tienen la potencia suficiente como para catalizar una auténtica recuperación. Además, en diversos expedientes las reformas no han sido integrales y completas sino parciales y fragmentadas. Por todo ello, la creencia de que hemos doblado “el Cabo de Hornos”, si la metáfora significa que las decisiones difíciles ya están tomadas y que el rumbo es el correcto, se convierte en una seria amenaza a nuestro progreso económico en nombre de una recuperación más deseada que real.

Un buen ejemplo de este modo de actuar es la reforma laboral de 2012, una de las pocas iniciativas del PP que parecían trabajadas y pensadas con antelación, lo cual es en sí mismo revelador. La nueva regulación laboral probablemente se quedará un buen tiempo con nosotros, ya que es muy dudoso que el PSOE, pese a sus gesticulaciones ante el Tribunal Constitucional, revoque el núcleo de la norma (reducción de costes de despido y descentralización de la negociación colectiva). Ahora bien, prácticamente todos los expertos coinciden en que el mercado laboral español ha quedado desequilibrado a favor de la empresa después de la reforma. Es un mercado más flexible, pero que no ofrece mayor seguridad al trabajador para encontrar trabajo ya que, a pesar de planes y estrategias oficiales, apenas hay cambios de sustancia en materia de políticas activas de empleo.

Si la reforma hubiese sido integral, combinando lo que se ha hecho con medidas ambiciosas en materia de empleabilidad, que trascendieran el tímido planteamiento del Gobierno, el conjunto habría ganado tanto en legitimidad como en efectividad. Sencillamente, en un asunto tan crítico en España como es la activación laboral no se puede aceptar la falta de ambición política. El menú de posibles reformas en este campo es amplio, conocido y las diversas posibilidades no son excluyentes entre sí. Se puede aumentar la dotación presupuestaria para políticas activas, abrir la puerta a que las empresas privadas puedan complementar efectivamente a los servicios públicos de empleo, introducir criterios de eficiencia para evaluar a estos últimos y, si se quiere ir aún más lejos, redefinir las competencias entre los agentes implicados (Administración central, autonomías y agentes sociales) con el único objetivo de asegurar la eficacia y mejorar los resultados del sistema.

Ahora bien, ¿no es preferible hacer algo que no hacer nada? ¿Es válida la observación de Voltaire de que “lo mejor es enemigo de lo bueno” y por tanto conviene concentrar las energías en conseguir pequeños avances, más que dispersarse proyectando cambios ambiciosos y radicales que corren el riesgo de no ver la luz? Este punto fundamental es una cuestión abierta a la que cada cual responde según sus inclinaciones y las circunstancias del momento. No obstante, el análisis económico puede aportar algún apoyo para responderla.

Por ejemplo, algunos estudios sugieren que abordar una reforma radical y completa puede ser intrínsecamente superior a realizar una serie de reformas que tengan el mismo contenido en su conjunto. Con lo primero se consigue de forma más eficaz frenar los intentos de contrarreforma por parte de los grupos de interés perjudicados por el cambio. Otro argumento a favor de realizar programas completos es que en algunos casos existen economías de escala y hay un tronco común en las materias a reformar. Por ejemplo, los ejemplos mencionados en este artículo comparten la característica de estar relacionados con la regulación de base del sector público. Por ello, en la medida en que se modernice esta regulación básica se avanza en cada uno de estos cuatro ámbitos.

Finalmente, en la coyuntura actual de la relación entre España y Catalunya, opino que puede haber un tercer motivo de peso, idiosincrático a nuestro caso, que justifique proponer a los ciudadanos un cuerpo coherente y ambicioso de reformas económicas. En mi opinión, una parte del apoyo a la independencia de Catalunya o, más en general, a un mayor autogobierno, tiene un fuerte componente pragmático, que no se basa precisamente en una lectura integrista de lo que sea que puedan ser las balanzas fiscales. Para ese grupo de catalanes, avanzar por este camino puede ser una forma de sentar las bases de un Estado más moderno y funcional, no por ser catalán, sino por ser nuevo. Saben que ese camino es solo una posibilidad y que no hay nada asegurado, pero igualmente intuyen que poco se puede avanzar dentro de una España que, según la versión oficial, ya ha doblado el Cabo de Hornos y se dirige con viento a favor hacia la recuperación.

Ramon Xifré Oliva es profesor de negocios internacionales en ESCI-UPF e investigador en el Centro Sector Público-Sector Privado del IESE.

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