La amenaza de lo desconocido

En un crudo día invernal, para defenderse del frío y de la nieve, los puercoespines de una manada se apretaron unos contra otros para prestarse calor. Pero, al juntarse, se hirieron con sus púas y tuvieron que separarse. Obligados por el frío de nuevo a estrecharse volvieron a pincharse y a distanciarse. Las alternativas de aproximación y alejamiento duraron hasta que encontraron una distancia media en la que tanto el frío como las heridas resultaban mitigados”.

Esta breve historia de la sociedad de los puercoespines la extrae Sigmund Freud de un texto de Schopenhauer para mostrar lo difícil que es soportar la proximidad íntima con el semejante (relaciones conyugales, de amistad, fraternales…) y señala que tiene un fondo hostil igual que los grupos étnicos: “El alemán del sur no puede aguantar al del norte, ni el inglés al escocés...”. La clave del asunto radica en que mientras se mantiene la distancia se soporta bien la amenaza que implica la proximidad del otro, pero el problema se plantea cuando se produce la mezcla y entonces el otro aparece como el extranjero, “como el que viene a quitarnos los puestos de trabajo, a disfrutar de nuestras mujeres...” en palabras del padre del psicoanálisis.

Son las pequeñas diferencias entre las personas las que forman la base de los sentimientos de extrañeza y hostilidad, pues el temor a lo diferente no está en proporción con el grado de diferencia objetiva entre seres humanos sino con la diferencia emocional que propicia la necesidad de conformismo y adaptación a un grupo. Entonces la diferencia es interpretada como un ataque a la identidad y mediante la identidad de grupo se experimenta el sentimiento de identificación: si yo pertenezco al grupo A no me siento miembro del B, al que veo claramente peor.

Desde la psicología profunda vemos que la dificultad del ser humano para enfrentar lo distinto está marcada por el descubrimiento de la diferencia de sexos: El niño, hacia los cuatro años, descubre las diferencias anatómicas y se identifica con un sexo, de modo que la percepción del otro como distinto le produce angustia. En el extremo enfermizo de esta percepción del desigual resulta que el distinto es alguien que debe ser negado o eliminado. San Agustín de Hipona, en la edad media, decía de las mujeres: “Las mujeres no deben ser iluminadas ni educadas en forma alguna. De hecho, deberían ser segregadas, ya que son causa de insidiosas e involuntarias erecciones en los santos varones”. El santo atribuía sus erecciones a las mujeres, a las que consideraba la tentación y el pecado. La mujer es la culpable, la mujer es pecado. Y este temor a la diferencia continúa vigente: se sigue lapidando a las mujeres por el mero hecho de serlo.

A menudo, en la práctica clínica con personas con síndrome de Down he visto como la comunicación del diagnóstico de discapacidad impide a los padres ver al niño que hay detrás del síndrome. El niño es diferente y esa diferencia dispara todo tipo de fantasías. Si en el imperio romano se les sacrificaba, actualmente todavía no acabamos de aceptarlos como al resto de las personas y vemos en ellos más la diferencia que lo que tenemos en común.

No se puede hablar del temor a la diferencia sin abordar el concepto de prejuicio. El prejuicio es una actitud de hostilidad en las relaciones interpersonales dirigida a un grupo o a las personas que lo componen. Y es curioso observar cómo el prejuicio puede llevar a asumir una actitud hostil frente a un colectivo sin haber tratado jamás a una persona perteneciente al grupo denostado: gitanos, judíos, musulmanes, sudamericanos, catalanes…

La suma del prejuicio y el temor a lo diferente remite al concepto de xenofobia, entendida como el miedo, hostilidad u odio al extranjero. Probablemente sus raíces se encuentren en nuestra hominización. La organización tribal conllevaría enfrentamientos y exterminios entre tribus vecinas. El sentimiento xenófobo y la prevención frente al extranjero serían rasgos evolutivos arcaicos. El extranjero formaría parte de la no pertenencia, de lo no familiar y habría que atacarle. Y es que la violencia humana es estructural e incluye luchas fratricidas; lo explica la historia, de tal suerte que uno de los grandes mitos de la historia del odio es la fábula bíblica que expresa que procedemos de un asesinato: el de Caín y Abel, provocado por la mirada preferente de Dios.

Los grupos humanos necesitan formar círculos reducidos para canalizar la pulsión de destrucción, convirtiendo en enemigos a quienes se sitúan en el exterior del círculo. Estos mecanismos llevados al extremo son el germen del fanatismo y de los fundamentalismos de cualquier índole, siempre intransigentes con cualquier disidente.

Sin embargo, no hay que confundirse: entender los mecanismos que nos llevan a segregar al otro no justifica el comportamiento xenófobo. Por encima de todo, somos racionales.

Beatriz Garvía Peñuelas, especialista en psicología clínica y psicoterapeuta. Fundació Catalana síndrome de Down.

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