La amenaza letal del aislacionismo ante la COVID-19

Bajo el presidente Donald Trump, Estados Unidos no busca activamente la cooperación con otros países en el combate a la COVID‑19, lo que deja la lucha mundial contra el coronavirus fracturada. Mucho más que la disputa entre Estados Unidos y Europa por el papel de la OTAN, el silencio bilateral en torno a la pandemia muestra que mal puede hablarse hoy de una comunidad transatlántica.

Peor aún, Estados Unidos se ha dado a las teorías conspirativas. Así como China asegura que el coronavirus fue desarrollado en laboratorios militares estadounidenses y ayuda a obstaculizar el ascenso de China, la administración Trump atiza el resentimiento geopolítico llamando «virus chino» al patógeno causante de la COVID‑19.

Al mismo tiempo, China intenta dejar su huella en la crisis proveyendo ayuda a los países más afectados. No son Estados Unidos ni Europa los que hoy dan más apoyo a Italia, España o África, sino China, que les ha enviado personal y suministros médicos. Raras veces se ha podido ver tan claramente a China sustituir el liderazgo global de Occidente.

Durante la Gran Recesión que siguió a la crisis financiera global de 2008, China tenía menos fuerza y Estados Unidos no era tan egocéntrico. Poco después de que los malabaristas financieros arrastraran consigo al resto del mundo hacia el abismo, los ministros de finanzas de las veinte economías más grandes del mundo se reunieron para analizar respuestas conjuntas. Pero esta vez, pese a una reciente cumbre virtual, el G20 no ha tenido hasta ahora una actuación similar.

Incluso antes de la aparición de la COVID‑19, la determinación del papel global de Europa giraba en torno al antagonismo entre Estados Unidos y China. Está claro que en un mundo G2 dominado por estos dos países, Europa quedaría marginada, contra el hecho de que su prosperidad está directamente vinculada a la apertura de los mercados globales.

Pero el papel global de Europa también dependerá de cómo maneje la crisis de la COVID‑19, y la pandemia está debilitando su unidad casi hasta la desesperación. La respuesta de la Unión Europea hasta ahora ha sido un rotundo fracaso. Sólo ha actuado el independiente Banco Central Europeo. Como en la crisis del euro hace casi un decenio, el BCE con su política de «hacer lo que sea necesario» ha mantenido estable la moneda, y ha provisto a los estados miembros de la liquidez que necesitan. Pero ni la Comisión Europea ni el Consejo Europeo han hecho hasta ahora algo comparable. Por el contrario, es probable que los italianos nunca olviden que cuando en Lombardía se multiplicaban los muertos, Alemania prohibió la exportación de suministros médicos a Italia.

Somos testigos de las consecuencias del multilateralismo del viento en popa: la cooperación europea e internacional es fácil cuando no cuesta nada. Los políticos alemanes, en particular, quieren una «Europa a la carta»: pretenden que durante los tiempos buenos Alemania sea un campeón exportador favorecido por la apertura de fronteras y el comercio sin barreras, pero cuando llega la crisis adoptan una actitud cerrada. Por eso hace poco el Eurogrupo de ministros de finanzas de la eurozona no pudo ponerse de acuerdo para dar ayuda conjunta a Italia y España.

Básicamente, la COVID‑19 no es la única enfermedad contagiosa que amenaza a Europa: mientras Italia y España luchan por contener la pandemia, el Eurogrupo se enfermó del mismo virus que infectó la crisis de deuda griega hace unos años: el virus del «mi país primero». La idea de que la ayuda a los estados miembros de la eurozona afectados esté supeditada a que implementen amplios programas de reformas es una estupidez política incomprensible. Esperemos que los jefes de gobierno sean más inteligentes que sus ministros de finanzas, como fueron los líderes en 2015. Hay que destacar el hecho de que todos los economistas alemanes, incluso los que tradicionalmente se han opuesto a la mutualización de deudas, ahora recomiendan lo contrario. Al fin y al cabo, Italia y España no pueden sostener solas el peso financiero de combatir el virus y estabilizar sus economías. Necesitan que todos los estados de la eurozona respalden en forma conjunta la necesaria emisión de deuda; que se llame eurobonos o coronabonos es irrelevante.

Todavía estamos a tiempo de cambiar de rumbo en Europa (y en el mundo). Pero tal vez la consecuencia más peligrosa de la crisis de la COVID‑19 sea que los ciudadanos sólo encuentren protección en el Estado‑nación. Por eso el coronavirus no es sólo una amenaza para la gente, sino también para los proyectos de unificación internacional, incluida la Unión Europea, fundada y trabajosamente construida para poner fin a siglos de guerras en el continente.

Que Europa pueda superar la crisis, mantenerse unida y desempeñar un papel global significativo dependerá de que ofrezca una alternativa viable a la mentalidad del «sálvese quien pueda». El único modo de saberlo es que todos asuman responsabilidad por el futuro de Europa. Sólo entonces nuestras sociedades podrán avanzar en la dirección correcta.

Por supuesto, esto también quiere decir avanzar hacia lo desconocido, algo que demanda coraje. No tenemos una respuesta concluyente para cada pregunta, pero la crisis de la COVID‑19 le da a Europa una oportunidad para reinventarse: no la desaprovechemos.

Sigmar Gabriel, former Vice Chancellor and Foreign Minister of Germany, is Chairman of Atlantik-Brücke and a senior fellow at the Center for European Studies at Harvard University. Traducción: Esteban Flamini.

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