La amenaza para el prestigio de los bancos centrales

El prestigio de los bancos centrales modernos se remonta en los Estados Unidos al comienzo del decenio de 1980, cuando Paul Volcker presidía la Junta de Gobernadores de la Reserva Federal. Al afrontar una inflación preocupantemente elevada y debilitante, Volcker declaró la guerra contra ella... y ganó. Al lograr una reducción de la inflación durante un largo período, hizo algo más que cambiar las perspectivas y los resultados económicos. También realzó en gran medida el prestigio de la Reserva Federal entre el público en general, en los mercados financieros y en los círculos normativos.

La victoria de Volcker quedó institucionalizada en la legislación y en procedimientos que concedieron a los bancos centrales una mayor autonomía y, en algunos casos, independencia oficial respecto de limitaciones políticas de muy antiguo. Para muchos, los bancos centrales a partir de entonces representaban la fiabilidad y el poder responsable. Dicho de forma sencilla, se podía confiar en que adoptaran las decisiones correctas y así fue.

Como cualquier ejecutivo empresarial confirmará, las marcas de prestigio pueden afectar al comportamiento. En esencia, una marca de prestigio es una promesa y las marcas sólidas de esa clase cumplen sus promesas coherentemente, ya se basen en la calidad, el precio o la experiencia. En algunos casos, se sabe que los consumidores han actuado confiando exclusivamente en la solidez de la marca e incluso comprando un producto con un conocimiento relativamente limitado de él.

De hecho, las marcas de prestigio envían señales que facilitan la tarea de que se trate. En algunos casos especiales –piénsese en Apple, Berkshire Hathaway, Facebook y Google– han hecho de catalizadores importantes para la modificación del comportamiento. En ese proceso con frecuencia insertan una cuña que esencialmente desconecta las bases fundamentales de la fijación de precios.

Basándose en el éxito de Volcker, los bancos centrales occidentales han utilizado su marca de prestigio para contribuir a mantener una inflación baja y estable. Al indicar su intención de contener las presiones de los precios, modificaban las perspectivas de inflación, con lo que convencían esencialmente al público y al Gobierno de que debían hacer el trabajo duro.

Sin embargo, en los últimos años, la amenaza de la inflación no ha sido un asunto transcendental. En cambio, los bancos centrales occidentales han tenido que afrontar bajadas de los mercados, sistemas financieros fragmentados, mecanismos atascados de transmisión de la política monetaria y un crecimiento lento de la producción y del empleo. Al afrontar dificultades mayores para obtener los resultados deseados, han llevado esencialmente las políticas y el enorme prestigio de su marca hasta el límite.

Ello resulta patente en la enorme insistencia de los bancos centrales en la comunicación y la orientación en materia de políticas que aplicar en el futuro. Se ha recurrido a esos dos medios de forma más generalizada –de hecho, llevados a niveles extremos– para complementar la heterodoxa expansión de los balances en el marco de las trampas de liquidez excesiva.

Ahora, los ejecutivos empresariales también confirmarán que la gestión de una marca de prestigio es un asunto muy delicado. Resulta particularmente difícil mantener o controlar la marca de prestigio cuando el sentimiento popular se pasa de la raya.

Eso es lo que ha ocurrido este año con la cotización de Apple. Como explicó brillantemente Guy Kawasaki en su libro sobre esta empresa, la marca de prestigio creó esencialmente “fascinación”. Extrapolándolo a una opinión sobre el mercado, en el sentido de que Apple no sólo podía innovar continuamente, sino también atajar a todos y cada uno de los competidores, los inversores elevaron el precio de las acciones de esta empresa hasta alturas vertiginosas.

En otro punto de California, Facebook se encontró con que su marca recibió un enorme bombo publicitario sobre su oferta pública inicial. Alentados por el entusiasmo de los inversores y las indicaciones de una subscripción superior a la emisión, los subscriptores elevaron el precio de la oferta pública inicial muy por encima de lo que al principio se había considerado razonable. Al emitir sus acciones al público a un precio inflado hace un año, inicialmente las acciones se cotizaron aún más.

En esos dos casos y en muchos otros, la solidez del prestigio de la marca hizo algo más que propiciar un resultado de los precios desconectado de las bases fundamentales: causó también una peligrosa exageración, que, al invertirse posteriormente, dañó a dicho prestigio.

Por prestigiosas que sean, las marcas no pueden divorciar enteramente y por siempre jamás su fijación de precios de las bases fundamentales. En consecuencia y pese a una respuesta muy favorable de los inversores que ha elevado muchos valores particulares hasta alturas sin precedentes, Apple y Facebook se cotizan actualmente a casi la mitad de dichos niveles. Su dominio e influencia ya no son indiscutibles.

Los banqueros centrales occidentales deben dedicar algún tiempo a reflexionar sobre esas experiencias. Algunos han alentado activamente a los mercados para que elevaran los precios de muchos activos financieros hasta niveles ya no justificados por las bases fundamentales. Otros se han mantenido al margen pasivamente. De hecho, parece que sólo los banqueros centrales salientes, como, por ejemplo, Mervyn King, del Banco de Inglaterra, están dispuestos a expresar preocupaciones públicamente.

Ese comportamiento es comprensible. Básicamente, los banqueros centrales abrigan la esperanza de que el bombo publicitario concedido por los mercados financieros contribuya por sí solo a elevar las bases fundamentales. La idea consiste en que los precios desencadenarán tanto el “efecto de riqueza” como “los instintos animales”, con lo que inducirán a los consumidores a gastar más y a las empresas a invertir en capacidad futura.

Yo soy de los que están preocupados por esta situación. Lejos de un mundo de normativas óptimas, los banqueros centrales se han visto obligados a depender durante un período prolongado de planteamientos imperfectos. Desde mi punto de vista profesional, noto un riesgo en aumento de daños colaterales y consecuencias no deseadas.

Las señales de los mercados están más distorsionadas, pues alimentan las asignaciones de recursos erróneas. Los inversores están acumulando más riesgo a precios cada vez más elevados. La inversión basada en las bases fundamentales está cediendo el paso a una búsqueda frenética de gangas relativas en un mundo financiero con precios cada vez más excesivos.

Todo ello no tendrá demasiada importancia, si los bancos centrales hacen honor a su reputación como instituciones responsables y sólidas que cumplen sus promesas económicas, pero, si no es así –esencialmente, porque no estén recibiendo el apoyo necesario de los políticos y otras autoridades–, el aspecto negativo consistirá en algo más que simples resultados decepcionantes. Habrán dañado materialmente su prestigio y, en consecuencia, la eficacia futura de su posición normativa.

Al superar con creces sus límites prudenciales, los bancos centrales actuales afrontan riesgos inhabituales para la gestión de su marca de prestigio. Su anterior capacidad para cumplir las promesas y satisfacer las esperanzas ha hecho que los mercados financieros actuales lleven los precios futuros de la economía hasta niveles que exceden lo que los bancos centrales pueden por sí solos cumplir razonablemente.

La consecuencia no es la de que los bancos centrales deban detener inmediatamente su hiperactivismo y medidas heterodoxas, sino la de que deben estar mucho más atentos a las limitaciones inherentes de la eficacia de sus políticas en las circunstancias actuales.

Los banqueros centrales occidentales deben explayarse más y deben mostrarse –es de esperar– más persuasivos al ejercer presiones sobre los políticos y otras autoridades. De lo contrario, al correr el riesgo de que su marca de prestigio sufra importantes daños, acabarán añadiendo otro elemento a una panoplia ya excesivamente cargada de dificultades para la próxima generación.

Mohamed A. El-Erian is CEO and co-Chief Investment Officer of the global investment company PIMCO, with approximately $2 trillion in assets under management. He previously worked at the International Monetary Fund and the Harvard Management Company, the entity that manages Harvard University's endowment. He was named one of Foreign Policy's Top 100 Global Thinkers in 2009, 2010, 2011, and 2012. His book When Markets Collide was the Financial Times/Goldman Sachs Book of the Year and was named a best book of 2008 by The Economist. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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