La amistad

La plaga del coronavirus, como otras epidemias que han diezmado la humanidad, es, además de cruel y feroz, triste. Y entre las mayores penas causadas por este virus, la soledad de enfermos, agonizantes y fallecidos. Soledad en los lechos de vida o muerte de los hospitales combatida por médicos, enfermeros, militares y sacerdotes, con la alegría del paciente recuperado y la aflicción por cada deceso. Soledad en casa de quien afronta aislado la cuarentena o, peor, la enfermedad, la fiebre, el desconsuelo y la incertidumbre. Soledad de ancianos abandonados en lúgubres residencias. Soledad que evoca la rima de Bécquer «Dios mío, qué solos se quedan los muertos. ¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuelve el alma al Cielo? ¿Todo es, sin espíritu, podredumbre y cieno? No sé; pero hay algo que explicar no puedo, algo que repugna a dejar tan tristes, tan solos los muertos».

Sí, repugna que una España anestesiada por sus líderes en un dormir prometeico se haya despertado en una realidad espiritual para la que no estaba preparada: la soledad en la muerte. Hasta hace pocos años el pueblo español estaba educado cultural y existencialmente en el trato con la muerte. Mas ahora, de pronto, cada ciudadano lee la palabra muerte escrita con sangre en el libro de su vida, guión del que antes o después será el actor principal. Y comprende que le habían tachado un capítulo, parecido al del agnóstico y católico Octavio Paz cuando medita en «Todos santos, días de muertos» que «es inútil excluir a la muerte de nuestras representaciones, palabras e ideas, porque ella acabará por suprimirnos a todos».

En los medios de comunicación, en las universidades y centros de enseñanza, en el arte y la convivencia, en el día a día España había excluido la muerte en su existencia, despreciándola hasta travestirla en una calabaza de Halloween por el Día de los Difuntos. Sueño metamorfoseado ahora en pesadilla, porque esta plaga enseña a familias y sociedad que la muerte no es un godesco disfraz de carnaval sino una cruz terrible de pasión que espantó al mismo Resucitado y que nos acecha para suprimirnos a todos.

Pero para todo hombre, creyente o ateo, hasta en el misterio de la cruz hay amor. Y en este amor, esperanza. Porque ojalá que el lector, en especial si ha padecido este virus o ha perdido algún allegado, haya sentido el ánimo, las confidencias, la ternura, la compañía de los amigos. Y, en la soledad del hospital o de su hogar, que haya recibido el amor de una voz amiga al otro lado del teléfono, en las palabras de una carta inesperada y hasta en el texto de un breve Whatsapp. Amistad en la enfermedad, antídoto no de la muerte pero sí de la opresión de la soledad. Porque el amor verdadero hecho amistad es siempre fiel, atento, cariñoso, generoso, humilde, perfecto hasta derrotar la soledad y más fuerte que la muerte, porque allende su frío imperio el amor perdura como fuego eterno en la memoria del corazón.

Quien escribe estas líneas no concibe la vida sin los amigos. Enseña la historia que en epidemias como ésta que padecemos sale a la luz lo mejor y lo peor de cada ciudadano. La amistad ayuda para que triunfe lo bueno, porque hace virtuosa a la persona. La sociedad la forman personas, no cifras anónimas ni curvas de decesos. Y forjada en la bondad y la virtud, la amistad combate la angustia y el sufrimiento físico y moral de personas y sociedad como escudo contra una de las armas favoritas de la muerte para atormentar la voluntad y la inteligencia: la soledad.

La amistad, enseña Aristóteles a su hijo en la «Ética a Nicómaco», es «lo más necesario para la vida, porque sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera todos los demás bienes. Es algo hermoso y loable y consiste en querer y procurar el bien del amigo por el amigo mismo». Y aunque el misterio de iniquidad que es morir lo afronta cada hombre en soledad, un cireneo con una cariñosa llamada telefónica que alivia un poco el peso de los padecimientos, una verónica que con una tierna caricia limpia del rostro herido la sangre del miedo y de la desolación, una madre y unos amigos que velan fieles al pie de la cruz, si no evitan el último final de la muerte sí contribuyen a un destino que cambia todo: que, en el rendir definitivo del alma a Dios, el amor sea más fuerte que la muerte. Y como sabe la muerte que sin amigos nadie querría vivir, frente a esta epidemia, la esperanza por la amistad.

Alberto Gatón Lasheras es Vicario Episcopal del Ministerio de Defensa.

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