La amnistía (cervantina) de los ERE

«Busque acá en qué se le haga merced». La respuesta que el Consejo de Indias envió a Miguel de Cervantes, recién rescatado de su cautiverio en Argel, para denegarle su petición de marcharse a América, ilumina, gracias a la magia de las analogías, las razones que han guiado a la mayoría de los magistrados del Tribunal Constitucional (TC) en la desactivación in extremis de la sentencia del caso ERE, el ejemplo más alto -por seguir con los símiles cervantinos- de corrupción que vieron los siglos pasados y verán los venideros en Andalucía. Del ejemplo cervantino se desprende ya una primera conclusión: hacer merced no equivale a hacer justicia. La decisión del Constitucional, que se erige a sí mismo como tribunal de casación, abriendo un inquietante precedente en relación al Supremo, es una gran merced. Pero no un acto cabal de justicia.

La amnistía (cervantina) de los ERE
RAÚL ARIAS

Dicho lo cual, hay que admitir que la mayoría del TC es coherente con el relato oficial del PSOE sobre este caso, aunque sea en términos irónicos: el punto y final de una trama de clientelismo político -tras 13 años de instrucción dirigida por tres magistrados diferentes, cosa que acostumbra a obviarse, y avalada sin excepción por las instancias judiciales que han revisado el asunto- no podía resolverse al gusto de los condenados más que con un desenlace de naturaleza homónima. Suele creerse que el clientelismo es una relación de dependencia de carácter descendiente, pero el fenómeno tiene una variante ascendente: los vínculos con el poder y el intercambio mutuo de favores contribuyen a hacer carrera en muchos ámbitos profesionales, desde el judicial al periodístico.

Sólo así se comprende que la ponente de la sentencia -la magistrada Montalbán, propuesta por el PSOE- no se haya inhibido de la causa, monopolizando todas las ponencias, o que algunos medios de comunicación andaluces - investigados por beneficiarse de la trama o resucitados gracias a María Jesús Montero- proclamen que tanto el fraude como las sentencias de la Audiencia de Sevilla y del Tribunal Supremo son dos enormes fakes. Cosa asombrosa, ya que de tal tesis se infiere que todos los jueces que han intervenido en la investigación y en el juicio han obrado mal a sabiendas, mientras los (todavía) condenados por prevaricación y malversación son santos inocentes y víctimas de una pérfida conspiración.

El anticipo del presidente del Gobierno sobre la absolución (parcial) de la ex ministra Magdalena Álvarez, antes de que se produjese, deja claro quién maneja los hilos de las instituciones para que operen como salvaguarda de sus socios y allegados. El sistema de máscaras que forma parte de la teatralidad de una democracia no puede, sin embargo, ocultar la peripecia fáctica.

El PSOE se está indultando -a través de la mayoría del Constitucional- a sí mismo, de igual manera que la ley de amnistía del procés fue redactada por quienes delinquieron. La puesta en escena comenzó con la desestimación del recurso del ex consejero Viera, prosiguió con la estimación parcial de la demanda de las ex consejera Álvarez, y culminará con la retirada de las condenas al resto de implicados, incluidos Griñán y Chaves, anticipada en la resolución sobre Miguel Ángel Serrano, el ex director de IDEA, que actuaba como la caja pagadora de los ERE. Esa puesta en escena sigue al pie de la letra la interpretación del penúltimo presidente socialista de Andalucía en su libro de memorias -Cuando ya nada se espera-, en el que niega su culpabilidad y acusa al PP de urdir una persecución política. Es el lawfare antes de que Junts se lo impusiera como dogma al PSOE.

Si obviamos las estampas melodramáticas con las que Griñán -en la célebre carta a su hijo- y Álvarez («Estoy luchando para que mis nietos no lean que su abuela es una corrupta») se presentan como víctimas, el borrado (partidario) de los ERE ayudará al PSOE andaluz a ficcionar su pasado gracias a la amplificación de una invención sentimental. El caso ilustra sobre la concepción de la justicia de los socialistas, que desde que comenzó a investigarse el fraude han descalificado (en términos personales) a cuantos magistrados han mediado en la causa hasta que la cuestión ha llegado al terreno (políticamente fértil) del TC.

Los ERE radiografían de forma muy precisa a la Andalucía clientelar, donde políticos, empresarios y sindicalistas, gracias a la arbitrariedad del poder, crearon una industria sustentada en la desgracia ajena. El fraude no consistió, como afirma el PP, que ha mostrado escaso entusiasmo en recuperar los fondos defraudados, en el desvío del dinero de los parados. Fue otra cosa: un sistema por el cual se beneficiaba a empresas de perfiles ideológicos muy dispares con fondos de los contribuyentes para acometer despidos al margen de su situación económica. La Junta asumía los costes de los Expedientes de Regulación de Empleo -ahorrándoselo a las sociedades mercantiles, que recibían ayudas para despedir- y los trabajadores acababan financiando -vía impuestos- su propia calamidad.

Sobre este maquiavélico tapiz operaba la fauna de intermediarios, los intrusos (beneficiarios de pólizas que nunca trabajaron en las compañías) y un ejército de pícaros con contactos. El PSOE, aterrado por la envergadura de la investigación, trazó desde el principio una línea de seguridad, que fue superada por los hechos, concentrando las responsabilidades en la consejería de Empleo. Era su fórmula para salvar a los príncipes -los dos ex presidentes y sus consejeros- del incendio del Palazzo. La revisión de las condenas sigue este mismo patrón: absolver a las piezas de caza mayor y abandonar -véase el recurso del ex consejero Viera, desestimado por el Constitucional- a las menores. Se hace además con argumentos discutibles, como la tesis de que un Parlamento no está sujeto a las leyes ordinarias, que la aprobación del anteproyecto de un presupuesto no es un acto administrativo, aunque su gestión lo sea desde el principio hasta el final, o que los legisladores no puedan incurrir en un ilícito penal. Sobre la segunda cuestión los juristas llevan discutiendo desde la Prusia de Bismarck. Existen dos posiciones: quienes ven el presupuesto como una ley formal y aquellos que la juzgan como norma material. Ninguna legislación autonómica, en todo caso, está por encima del Código Penal, que es una ley orgánica.

La aprobación en el Parlamento andaluz de las cuentas de la Junta que facilitaron el fraude, en cualquier caso, era un acto mecánico: los socialistas contaban con la mayoría. No se ejercía control alguno. Se validaba automáticamente la propuesta de la Junta. Que apelen a la distinción entre la Administración y el Gobierno quienes durante 40 años han mezclado estos dos espacios entra dentro de la categoría de lo colosal. Si una Ley de Presupuestos sólo fuera un acto político, al margen de la legislación, ¿por qué se prorrogan los gastos e ingresos de una Administración sin aval parlamentario? La debilidad argumental es mayor si se tiene en cuenta que el principio invocado por el TC entra en contradicción con las modificaciones presupuestarias que dieron continuidad al fraude -a pesar de las advertencias de los organismos de control interno- en función del año en el que éstas se produjeron.

Todo esto parece secundario para la mayoría del TC que, igual que un resorte, satisface -como puede suceder también con la amnistía del procés- los anhelos de los condenados. Ni Chaves ni Griñán ni el resto de encausados deseaban un indulto. Tal medida de gracia exige la aceptación del delito con carácter previo a su conmutación. Para satisfacer sus exigencias no cabía más que una enmienda por la vía del Constitucional, a pesar del riesgo de convertirlo en un remedo del CIS de Tezanos. Los condenados por los ERE nunca han buscado el perdón judicial. Exigían su impunidad personal y una restitución (pública) para no ser víctimas de la vieja institución romana de la damnatio memoriae, que borraba del recuerdo de las gentes a los enemigos del Estado, incluidos algunos emperadores, mediante la eliminación de sus estatuas, retratos y efigies.

Los históricos del PSOE andaluz, una generación que se considera tan sagrada como los linajes patricios de Roma, pretenden dictar su suerte a la posteridad bajo la forma de la apoteosis. Nunca entendieron que el ejercicio del poder conlleva asumir responsabilidades. De ahí su asombro al ser condenados y su obstinación en que se difuminen sus delitos. Es cómico que digan que les han robado la vida cuando ellos toleraron, por acción u omisión, que se desviase dinero público con el señuelo de una sucia pax social. El Constitucional podrá dejarlos sin pena, pero es imposible que diluya los hechos. En la mentira siempre hay mil matices. En la verdad, como escribió Baroja, no existe ninguno.

Carlos Mármol es periodista y escritor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *