Lo que hasta hace poco nos parecía impensable, la amnistía, está hoy ya sobre la mesa y tal vez dentro de poco en el BOE. Algunos nos lo venían advirtiendo. Pero los dioses, que habían concedido a Casandra el don de prever el futuro, le negaron el don de la persuasión. No les creímos, votamos y ahora comprobamos que tenían razón.
Los promotores de la amnistía han conseguido hábilmente que comencemos a discutir sobre su constitucionalidad o inconstitucionalidad. Tienen así medio camino ganado, pues ello implica centrar el debate en los inevitables tecnicismos y empezar discutiendo el cómo y no el qué, la forma no el fondo.
Con este procedimiento nos hemos saltado un trámite previo y capital como es el de la justificación de una nueva medida de gracia (adicional tras los indultos, la derogación de la sedición y la reforma de la malversación) para quienes hace poco pusieron en grave riesgo el propio orden constitucional.
Y así, centrando el debate en los aspectos técnicos y aprovechando que la opinión pública está ocupada del bochorno nacional que causa habitualmente el mundo del futbol, los promotores de la amnistía se están ahorrando su justificación. Esto es, dar a los ciudadanos las razones que avalarían ahora una amnistía. Que es por donde se debería haber empezado.
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Las amnistías son instrumentos útiles en momentos de transición política de un régimen a otro, como ocurrió entre nosotros en 1977. También lo son cuando se trata de recomponer el espacio público mediante la integración de quienes lo abandonaron y que, volviendo por sus pasos, asumirían ahora lealmente la Constitución a cambio del perdón.
Pero aquí no estamos en el caso de un cambio de régimen ni, por lo que dicen los eventuales beneficiarios ("lo volveremos a hacer"), ante un proceso de acatamiento leal de aquella. Esto es, no se dan los presupuestos de base para una amnistía política como instrumento de justicia transicional.
Y si no se dan las anteriores circunstancias, los promotores de una ley de amnistía tendrían que explicar por qué hay que aprobar dicha ley, se llame como se llame. En suma, si no hay por parte de los sediciosos una reintegración leal y seria en el orden constitucional, no se merecen la amnistía los responsables de este desastre.
Para este tipo de debates, por otra parte, hay que buscar su adecuado momento y contexto. Y este no lo es. Poner sobre la mesa el trueque de votos a cambio de amnistía (el "precio a pagar por la investidura", según Jaume Asens) en el marco de una negociación para formar un gobierno es uno de los espectáculos menos edificantes que puede ofrecer en estos momentos la política en España.
Sería difícil olvidar la imagen emborronada de la investidura si los ciudadanos llegaran a la conclusión de que el candidato ha recurrido a un instituto tan delicado como este del perdón político sólo para acceder al gobierno.
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Pero más allá de esta imagen, que sería demoledora, hay una consideración que no se debe pasar por alto. Que los efectos de una amnistía van más allá de los cuatro años de vida máxima de una legislatura. No es algo que pueda estar a disposición de una mayoría coyuntural, pues se trataría de una decisión que queda blindada (entrenched) para el futuro. Es irrevocable por otra mayoría y sus efectos, irreversibles.
Por eso, sólo una habilitación expresa de la Constitución (que hubiera establecido previsiblemente unas mayorías muy cualificadas) podría haber conferido a las Cámaras un poder tan exorbitante como el de borrar los delitos cometidos. Y esa habilitación expresa no existe.
Sería una ley, además, que invadiría las competencias de otro Poder del Estado al enmendar de plano decisiones firmes del Poder Judicial, a quien corresponde en exclusiva juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. No sería, pues, una ley cualquiera, se la denomine ordinaria u orgánica o de "alivio penal". Tal vez sean estas las razones por las que los constituyentes, una vez aprobada la amnistía del 77, dejaron fuera de las competencias del legislador ordinario nuevas leyes de amnistía.
Aquí hubiera puesto fin a estas líneas si no fuera porque respetados colegas de la academia han expuesto ya sus serias opiniones sobre el tema de la constitucionalidad de una eventual ley de amnistía. Sin desatender su opinión, considero que una ley de amnistía no cabe en la vigente Constitución y que, si llegáramos a la conclusión de que hay que recurrir a dicha medida (ojalá los secesionistas acaten lealmente el orden constitucional algún día), habría que iniciar el proceso de reformar el artículo 62.i de nuestra Ley Fundamental o incluir uno nuevo donde se reconozca expresamente dicha facultad al legislador ordinario.
Y todo ello por dos razones.
1. En primer lugar, porque la Ponencia Constitucional, como han recordado sagazmente los profesores Ruiz Robledo y Ramos Tapia en EL ESPAÑOL, conoció y no admitió tanto la enmienda del profesor Morodo como la del diputado de UCD Llorens, que preveían que las Cortes pudieran tener la facultad de conceder amnistías. De este último aceptaron su propuesta de prohibir los indultos generales, pero rechazaron el resto de la misma, donde proponía habilitar a las Cortes para aprobar amnistías.
2. En segundo lugar, si el artículo 62.i, prohíbe que la ley apruebe indultos generales (lo menor), con más fundamento están prohibidas las amnistías (lo mayor). Es una prohibición implícita. Si está prohibido pisar el césped, a fortiori estará prohibido arrancarlo.
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Recuerdo la primera clase que dio en España el gran jurista Luis Recasens Siches, subsecretario de la república y exiliado, al volver a España. Nos contó la anécdota, real o inventada, de un campesino polaco, quien a inicios del siglo XX se acercó a la estación de un pueblo de Polonia con la pretensión de subirse al tren nada menos que con su oso. El revisor le impidió entrar en el andén mostrándole al sujeto en cuestión el claro aviso escrito en la estación. "Prohibido entrar con perros en el andén".
Pero el campesino, que debía haber estudiado lógica deóntica por libre, le objetó que él no llevaba un perro, sino un oso, y que en el cartel nada se decía de los osos. El revisor, no obstante, que sí tenía sentido común, impidió el acceso del oso argumentando que si se habían prohibido los perros por las molestias que podían causar a los viajeros, más molestias podían producir los osos. El revisor, que no parece que fuera candidato a nada, aplicó, pues, la lógica de lo razonable e impidió que el oso accediera al tren.
Aquí nuestro oso es una ley de amnistía que algunos partidos independentistas, crecidos pese a su clamorosa derrota electoral, exigen aprobar alegando que nada dice respecto a las amnistías el artículo 62.i de la Constitución.
Pero la lógica de lo razonable y el principio de igualdad, que es un valor superior de nuestra Constitución, nos dicen que todas las conductas que entran dentro del mismo círculo de semejanza deben recibir el mismo tratamiento. Que un oso es mucho más peligroso que un perro. Que "prohibido pisar el césped" prohíbe implícitamente y a fortiori arrancarlo de cuajo. Que a minus, ad maius. Que si los constituyentes habían prohibido los indultos generales como medida de gracia, con mayor razón estaban prohibiendo las amnistías. Parece que esto es lo razonable.
A algunos lo que más les gusta del queso gruyere son sus agujeros. Es lo mismo que les pasa a algunos partidos independentistas que, en lugar de plantear la reforma de la Constitución, recurren a atajos, inventándose agujeros, para anular las protecciones de aquella. Hoy con la amnistía y mañana con el referéndum de autodeterminación.
Ha vuelto el uso alternativo del Derecho a España. Pero ahora, aplicado no contra el franquismo, como se hizo en los años 70, sino ya directamente contra el Estado Constitucional. Nadie debería llamarse a engaño sobre lo que realmente está en juego.
Virgilio Zapatero es catedrático emérito y exrector de la Universidad de Alcalá, y exministro de Relaciones con las Cortes.