La antítesis suiza del Brexit

"Vamos a retomar el control sobre nuestras fronteras y sobre la emigración”, proclamaba hace poco el primer ministro británico, Boris Johnson, en un discurso. Christoph Blocher, pope de los antieuropeístas suizos, reproducía recientemente la idea a la intrincada manera del país: “La emigración tiene que volver a ser gestionada por Suiza sin injerencias”. Johnson y Blocher dicen y piensan lo mismo, pero lo hacen desde circunstancias opuestas. El Reino Unido ha dejado atrás el referéndum sobre su relación con la UE y se dispone a aplicar el resultado; a los suizos todavía nos espera la llamada a las urnas.

El 17 de mayo votaremos si Suiza revoca o no el acuerdo con la UE sobre la libre circulación de personas. Detrás de la consulta está el hecho de que, aunque, como es bien sabido, el país no forma parte de la UE, selló su estrecha relación económica con su principal socio comercial comprometiéndose a abrir sus fronteras a los trabajadores, y no solo a los bienes y servicios. De eso hace ya 18 años. Ahora esto podría acabarse. El vínculo de Suiza con la UE, que nunca fue político, podría disolverse también en el terreno económico. Simultáneamente, en una demostración de fuerza, el Reino Unido consumará el divorcio económico y político de la UE.

Lo que une a Johnson y Blocher es el “fetiche de la autonomía”. Este concepto, acuñado por el director de Economía del Financial Times, hace referencia a la creencia de que el país estará mejor en todos los sentidos si se libera de su estricto compromiso contractual con la UE para entrar en una era de soberanía impecable.

Algo parecido a lo que Schiller puso en boca de su tiranicida Guillermo Tell: “El fuerte es más poderoso cuando está solo”, y que en Rule Britannia, el himno extraoficial del Reino Unido, se expresa con las siguientes palabras: “Las naciones menos venturosas caerán en la tiranía, mientras que tú florecerás, grande y libre”. Detrás de Blocher y Johnson hay un poderoso mito que ha inspirado a grandes poetas, pensadores y compositores. Los dos fetichistas de la autonomía apelan a los sentimientos. Al gran sentimiento del patriotismo pero también al miedo, que ve en las fronteras abiertas una amenaza para los salarios y, sobre todo, para la propia identidad.

Hay quien intenta replicar utilizando la aritmética objetiva. Una aplastante mayoría de economistas de ambos países considera que la fuerte interdependencia económica de Europa, incluida la libre circulación de personas, arroja un saldo positivo, ya que fomenta la cooperación y, con ella, el bienestar, con resultados perceptibles por todos. En general, también piensan que los riesgos de actuar en solitario son considerables o, cuando menos, difíciles de calcular. Los que se oponen a la acción en solitario no lo tienen fácil. Los estudios económicos llegan a resultandos ambiguos. Donde hay ganadores también hay perdedores, y donde las promesas tientan, acechan también los peligros. Este hecho ya desesperaba al presidente de EE UU Harry Truman, quien, según cuentan, exclamó: “Denme un economista manco. Todos mis asesores económicos me dicen, por un lado X, pero por otro Y” (en inglés, on one hand, on the other hand, es decir, “por una mano, por otra mano”).

Por eso, de cualquier estudio que mida los efectos de las fronteras abiertas se pueden extraer argumentos contrarios a la apertura. Dependiendo del sector, el nivel educativo, el nivel de renta y la edad, siempre se encuentra algún grupo de trabajadores a los que las cosas les van peor con la libre circulación de personas que sin ella. Y cada grupo tiene a su vez un grupo de presión que se lanza con ímpetu al debate.

Tanto Johnson como Blocher ponen en acción el tronar de los cañones de la retórica, el poder de los mitos y el fuego rápido de los hechos cuidadosamente seleccionados. En vez de buscar soluciones parciales que mitiguen las consecuencias negativas para los afectados, prefieren sacrificar la idea en su totalidad.

Al menos en lo que a Suiza se refiere, se puede decir que la política interior ha dado mejores resultados cuando el país ha actuado de manera pragmática que cuando ha optado por la acción radical. Un paso adelante, otro atrás. Mejor volver a votar por tercera vez que votar solo dos. La autoridad suprema del país está en paradero desconocido, y la responsabilidad se pasa de mano en mano como una patata caliente.

La política europea de Suiza funciona según este patrón. Nos parecemos menos al “pueblo unido como hermanos” de Schiller que a una comunidad de pueblerinos cansados de tanta intriga de Friedrich Dürrenmatt. A Bruselas le cuesta entenderlo, y los suizos también se desesperan. En los momentos de debilidad claman por un liderazgo definido y soluciones sencillas para, acto seguido, votar en contra.

Después de todo, actuar sobre la marcha es una postura inteligente. Suiza intenta dilucidar cómo tiene que ser la relación con la superpoderosa vecina, la UE. Las soluciones no son satisfactorias, al menos para la Unión y para sus incondicionales, también suizos, pero tienen la ventaja de combinar lo óptimo en cada momento con lo posible por mayoría.

Edgar Schuler es director de Opinión del Tages Anzeiger en Zúrich. Traducción de News Clips. © Lena (Leading European Newspaper Alliance)

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