La antorcha de la contradicción

Los Juegos Olímpicos de 2008 tratan de ser la presentación en sociedad de la China moderna. La espectacular ceremonia de inauguración, de tres horas y media de duración, trató de exaltar los cinco mil años de cultura china. Ese fue el encargo a su director, el cineasta Zhang Yimou, en cuyas tres películas históricas puede preverse la imagen que los Juegos quieren transmitir al mundo. En 1991, Lámpara roja presentaba a un protagonista que se volvía loco a causa de la claustrofobia. Fluch de las flores doradas (2006) muestra, por otra parte, el protagonismo de la masa, de los movimientos coordinados, de la música y de las armas. Pero la verdadera clave interpretativa está en Hero (2002) donde el héroe, enviado para acabar con un tirano, renuncia, sin embargo, ante la perspectiva de que el magnicidio debilite y arruine su país, y termina por aceptar su propia muerte como castigo al atentado que planificó.

La emotividad de la ceremonia de apertura de los Juegos dará nuevas alas al régimen chino para impulsar su proyecto. Los Juegos Olímpicos de 2008 son para China, y desde luego para su Gobierno, algo más que un escaparate del país: con ellos pretende influir en su pueblo y en el extranjero para mover la historia en la dirección que apunta su proyecto.

China cuenta con una Constitución del año 1982 modificada en varias ocasiones. La reforma más reciente, de 2004, reconoce la propiedad privada. China, según declara sin ambajes el propio texto constitucional, es un Estado socialista bajo la dictadura democrática del pueblo, dirigido por la clase trabajadora y fundado en la alianza de trabajadores y campesinos. El órgano supremo de la República, la Asamblea Popular Nacional, está integrado por unos tres mil miembros, elegidos por períodos de cinco años en representación de provincias y territorios autónomos. El 25 de junio de 2007, Hu Jintao afirmó en la escuela central del Partido que «desarrollar la democracia socialista es nuestro objetivo a largo plazo, el Gobierno debe aumentar los canales de participación política para la gente ordinaria, enriquecer las formas de participación y promover el proceso de toma de decisiones científicas y democráticas». Pero al acercarse el Congreso, los debates sobre democracia se pusieron en sordina. Los líderes tenían preocupaciones mucho más pragmáticas: reforzar su poder, asegurar la promoción de sus hombres, conseguir medios para poner por obra sus políticas. En octubre de 2007 el XVII Congreso del Partido Comunista Chino mostró un continuismo esencial, con el acento en la lucha contra la corrupción (las manifestaciones de mayo de 1989 en Tiannamen criminalmente reprimidas fueron para reclamar medidas contra la corrupción política) y un matiz de defensa del medio ambiente, en busca del «desarrollo científico» y una «sociedad armoniosa». El PCCh, según el discurso presidencial, mantendrá su «papel como centro del liderazgo» hacia un «socialismo con características chinas». La reforma del sistema político no formo parte de la agenda. El Congreso marcó la toma definitiva del poder del Presidente Hu Jintao, un líder modernizador pero que no toca casi nada del sistema. Los dos nuevos personajes fueron Xi Jinping, de 54 años, secretario del Partido en Shangai, y Li Kequiang, de 52, secretario del partido en Liaoning. Ambos accedían al comité permanente del buró político, restringidísimo club de los nueve dirigentes mas poderosos de China. Hasta 2012 no hará falta tener sucesor para Hu Jintao. Entonces se pasará de la cuarta generación (tras Mao, Den Xiaoping y Jian Zeming), la de los ingenieros, a la quinta, la de los economistas, politólogos o juristas, que escaparon de la Revolución Cultural y que en muchos casos se formaron en el extranjero. Pero el Partido tiene experiencia en equilibrar las ideas y limitar la influencia de los individuos.

La modernidad de China es una realidad peculiar y compleja. China se ha integrado en el mundo globalizado. En Occidente, tendemos a entender esa frase como sinónima de integración en nuestro mundo. Tal interpretación sería un gran error. No cabe esperar a corto plazo una reforma del sistema político en esa dirección. Ciertamente, China se ha integrado en la economía de mercado. Al menos en buena parte de sus aspectos formales, esta afirmación sería cierta. Pero China, y sobre todo su gobierno, no ha aceptado los valores que, en la civilización occidental, hicieron surgir la economía de mercado. En China, como muchos quieren poner de manifiesto precisamente con ocasión de los Juegos Olímpicos, la libertad personal -en sus aspectos espirituales, culturales, políticos, etc.- sigue estando notablemente restringida. Parece como si la única libertad que hubiera admitido el régimen chino fuera la de hacerse rico, o al menos intentarlo. En agosto de 2007, cuarenta intelectuales chinos publicaron una carta de protesta frente a lo que consideran una nueva oleada de nacionalismo y propugnaron, frente al lema oficial de los Juegos -Un mundo, un sueño- la exigencia de ¡un estandar de derechos humanos!

Para algunos, los límites a la libertad en China son inaceptables y deberían conllevar un boicot de todo lo que proceda en dicho país o allí se organice, Juegos Olímpicos incluidos. Otros -la mayoría- confían en que lo que aparece como apertura económica del régimen, conlleve tarde o temprano la caída de las demás restricciones a las libertades personales y sociales. A los primeros, hay que responderles que la realidad económica y política es terca: los hombres estamos obligados a compartir el mismo planeta y, por encima de las discrepancias y salvo breves períodos bélicos, a lo largo de la historia sociedades y regímenes muy distintos han convivido, comerciado y negociado a muchos niveles.

A los segundos, es decir, a quienes piensan que las libertades políticas son consecuencia de la apertura económica o de la prosperidad, también habría que advertirles de lo irreal de su planteamiento, tanto en general como respecto a China. Como apuntamos arriba, la democracia occidental no es una improvisación. Más bien han sido las garantías de desarrollo de las libertades individuales y sociales las que han permitido la expansión del sistema económico que denominamos de libre mercado. La libertad, en su raíz, se refiere a la forma de pensar, al reducto de la conciencia en la que sólo cada persona entra. Y esa libertad necesita garantías para su ejercicio, sin las cuales el hombre no llega a desarrollar las capacidades de creación de que está dotado. Una libertad, por tanto, sólo aparente, o que sólo permitiera comerciar con los logros del genio humano, sería una carcasa improductiva con respecto al verdadero desarrollo humano. En China es particularmente válida esta apreciación, ya que ese inmenso país nunca ha desarrollado en su historia -ajena todavía al humus cristiano- una cultura que considere sagrada la libertad personal. Si la prosperidad económica no genera automáticamente libertades individuales, mucho menos lo hará en un país donde la cultura reinante no apunta en esa dirección.

Por todo ello puede hablarse de China como de un país con dos velocidades. O, si se prefiere, de un país que marcha a la misma velocidad que nosotros en algunos aspectos, o que viaja en un vehículo parecido al nuestro. Pero que no viene del mismo lugar que nosotros ni, necesariamente, se dirige al mismo destino.

Javier Cremades, abogado. Autor de «China y sus libertades».