La apuesta de Maragall

Por Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid (EL PAIS, 03/09/03):

Hace unos días, en estas mismas páginas, José Antonio González Casanova tranquilizaba a los lectores acerca del nuevo Estatuto catalán esbozado por Pasqual Maragall. Paralelamente, cargaba sobre el PP la responsabilidad de deformar el sentido de la propuesta con "acusaciones tan insostenibles como contradictorias". Una de ellas no ofrece dudas: para nada Maragall es un separatista. La segunda refutación es, en cambio, más cuestionable y concierne a la resurrección en términos políticos de la Corona de Aragón. Lo cierto es que Maragall destaca siempre que puede la importancia de ese antecedente histórico-mítico, aderezado con la mención legitimadora de una asamblea federal de 1869 y con la perspectiva de una región protagonista en la Europa de hoy. Todavía el mes pasado en Avui, Maragall anunciaba la previsible convergencia de sus antiguos miembros dentro de "un Estatuto diferencial", curiosa forma de reflejar la pujanza económica del eje mediterráneo. La Corona de Aragón que nos llega del futuro es el título de un artículo suyo publicado este mismo año, y no la invención calumniosa de un acólito de Aznar.

Maragall se sitúa en la estela del catalanismo regenerador, que desde los padres fundadores ve en el superior dinamismo de Cataluña la clave para una modernización de España, al mismo tiempo, eso sí, que atiende ante todo a los intereses catalanes. Cataluña es la locomotora que haría avanzar al tren de España. El énfasis puesto en el antecedente de Almirall subraya el contenido progresista y federal del diseño. A diferencia del catalanismo conservador de un Artur Mas, la vinculación con España no es asumida para el "catalanismo progresista" como un mal inevitable, sino como una perspectiva optimista en la que convergen la afirmación propia con la construcción efectiva en el plano político de la España plural. "Estoy convencido -declara Maragall en Bilbao hace unos meses- de que España, y con ella Cataluña... y Euskadi, necesitan de un proyecto de realismo político y ambición colectiva como lo es el de la España plural". A partir de una concepción plurinacional de España, compatible con la Constitución, cobra forma la dimensión constructiva del proyecto y con ello nos adentramos en el mundo de las supuestas evidencias. Para Maragall, la Constitución y los Estatutos ya no atienden a las exigencias del presente y están, además, sometidos a la presión centralista de un Aznar fiel a la concepción unitaria de España y cuyo lenguaje, apreciación acertada, es en sí mismo un factor de desprestigio constitucional. Hace falta entonces una reforma general para que todos "nos sintamos cómodos".

Es un esquema discutible por lo que toca a la declaración de caducidad para Constitución y Estatutos, pero menos en cuanto a la conveniencia de proceder a reformas concretas que pudieran incluso considerarse exigencias técnicas del propio Estado de las Autonomías para forjar instrumentos de articulación horizontal intercomunitarios. En un horizonte federal cabrían sin duda las tres demandas de racionalización apuntadas aquí por Eliseo Aja y suscritas por la cúpula del PSOE: el Senado como efectiva cámara territorial, representación de las comunidades en Europa, conferencia de presidentes. La etiqueta es lo de menos. Pero es que esa dimensión también es lo de menos en el discurso maragalliano. Lo que cuenta es la puesta en marcha inmediata de un nuevo Estatuto para Cataluña, radicalmente distinto y superior en competencias al hoy vigente, de acuerdo con unos supuestos ideológicos que relegan la noción de España plural, bien al plano metafísico, bien al restringido de Estado español en cuyo seno se suman las realidades nacionales. Las disquisiciones posorteguianas de un encuentro de Cataluña y España tras décadas de desarrollo paralelo, ignorándose, son pura retórica. De un lado, la lógica de la reforma no sigue al precedente histórico federal, sino al cantonal, de iniciativa desde abajo, y en las ideas, el fondo tampoco es republicano federal, sino catalanista. En sus Bases, Maragall parte del concepto organicista y enterizo de "pueblo catalán", lo que encaja con las inmediatas afirmaciones de que "Catalunya es una nación" y que los ciudadanos de Cataluña derivan su autogobierno de la "voluntad nacional expresada repetidamente a través de su historia". Entonces, ¿qué contenido le queda a esa "España plural" de que Cataluña "forma parte"? No es extraño que Maragall utilice el término de "compasión" para calificar el tipo de relaciones políticas, bilaterales y "de lealtad institucional recíproca", que propone y cuyo contenido no es un Estado federal español, ni el Estado-red posmoderno, también citado, sino una reorganización cuasi-estatal de la autonomía catalana que, además, se afirma como modelo para otras comunidades autónomas a efectos siempre de sentirse "cómodas".

En sus declaraciones, Maragall ha contado lo que es para él sentirse cómodo dentro del PSOE: ejercer una plena soberanía en el ámbito catalán. De Zapatero, el consejo (Avui, 4 de mayo). Sin llegar a ese extremo, su proyecto para el sistema político español estaría regido por una asimetría, pero escasamente federal, dadas las competencias reivindicadas, autogestión financiera, espacio jurisdiccional propio y Seguridad Social incluidos, y la consiguiente restricción a que serían sometidos los poderes del Estado. Estaríamos en el camino de una forma peculiar de confederación de base plurinacionalista, antes que plurinacional, en torno a sociedades diferentes a lo Quebec, escasamente cohesionada en los órdenes político, económico, cultural y simbólico.

En suma, la elevación sustancial del grado de autogobierno catalán está clara en cuanto al objetivo de Maragall, así como su voluntad de fundirlo tras las elecciones del otoño con los de otros partidos catalanistas a fin de lograr una "proclamación", no una "reclamación" unitaria, lo cual inevitablemente llevará a una ulterior radicalización de signo nacionalista. En la medida en que todo su discurso en torno a la "Catalunya gran en la Espanya plural" consiste en declaraciones de buenos propósitos no es posible contrastar qué fórmula política, a nivel estatal, haría compatible la supervivencia de los equilibrios que hoy garantiza el Estado de las autonomías con la cuasi-estatalización de Cataluña, impulsada desde un proceso constituyente.

Sobre todo cuando la argumentación ofrece puntos de debilidad extrema en momentos cruciales. En su discurso, la Constitución se asocia siempre a una estimación negativa, al estilo nacionalista: "momificación", "sacralización", "congelación". Hace falta un nuevo "consenso constitucional". A su juicio, carece de sentido defender la supervivencia de la Constitución de 1978, "que peina canas", como si Alemania o Francia estuviesen dando un vuelcoa las suyas cada pocos años. Aunque la recomendación sea ya inútil, tal vez fuera más razonable insistir en la antigua prudencia pujoliana antes que participar en la subasta de proyectos nacionales de cara a las próximas elecciones. Pero aunque los políticos catalanes lo nieguen, el efecto Euskadi está ahí, incluso en Maragall con la dimensión adicional de ensayar una solución ejemplar. Las razones aducidas para justificar el salto son bien endebles: que se va a gobernar mejor desde "la proximidad", que hay que poner las autonomías al nivel del siglo XXI, o que avanzan en Europa las entidades subestatales y los pueblos, lo cual, mirando al proyecto de Constitución Europea, que ratifica el protagonismo de los Estados-nación, resulta ya simplemente falso.

Última razón: a mayor autogobierno, mayor presencia de Cataluña. Cierto, pero siempre que alcance una articulación con un marco estatal al que después de tantas frustraciones históricas y tan trabajosa consolidación democrática conviene seguir mirando como eje de las relaciones políticas. Claro, que para llegar a esta solución tal vez habría que plantear de otro modo el tema de la nación catalana, al reconocer su imbricación con una España que no es Yugoslavia, ni Canadá, y menos el Imperio Austrohúngaro, dejando para los nacionalistas el concepto de "pueblo" y para los buscadores de derechos históricos la Corona de Aragón. La institucionalización de las regiones económicas es una cosa; la forja de un mito arcaizante, otra. Sin olvidar que las reiteradas expresiones de fobia antimadrileña, la última en el artículo Catalunya y Espanya, del día 25, sólo son indicio de incapacidad para llevar la crítica más allá de los viejos tópicos del catalanismo reaccionario, que lo hubo, y constituyen un mal augurio para la convivencia en la España plural. Ni envuelta en la satanización de Aznar cabe admitir que la xenofobia tenga cabida en el discurso democrático. Así, desde otros puntos de partida llegaríamos a un engarce con la reforma en sentido federal de la Constitución, y no al imaginario modelo de sala de estar con cada uno de los asistentes sintiéndose más cómodo al hacer crecer el tamaño de su sofá respectivo hasta ver sofocado el espacio común.