La apuesta fallida por las reformas en Rusia y China

La invasión a Ucrania por parte del Presidente ruso Vladimir Putin y el creciente autoritarismo del Presidente chino Xi Jinping han despertado tardíamente a gran parte del planeta sobre el fracaso de la apuesta geopolítica hecha por los Estados Unidos y sus aliados hace una generación. La necesaria respuesta a las sombrías nuevas realidades de hoy refleja los costes de haberla perdido. Todo cambiará, desde las alianzas de seguridad, los presupuestos militares y el comercio internacional a los flujos financieros y las políticas energéticas y medioambientales.

La apuesta que los países occidentales hicieron en los años 90 fue que la integración de Rusia y China a la comunidad internacional a través del comercio y el intercambio de bienes y servicios aceleraría sus reformas políticas y económicas. Nadie esperaba que se convirtieran en democracias capitalistas de la noche a la mañana, pero se suponía que una mayor prosperidad limaría gradualmente sus aspectos más ideológicos y autoritarios hasta lograr el reemplazo de la confrontación por la cooperación.

Para entender el contexto en el que hizo esta apuesta, tenemos que ir a 1980, cuando EE.UU. todavía sufría los efectos de la estanflación y la trágica conclusión de la Guerra de Vietnam. La Guerra Fría estaba en pleno apogeo, enfrentando al capitalismo contra el comunismo y a la democracia contra el totalitarismo. Las guerras títeres surgían con regularidad y siempre estaba presente el serio riesgo de una confrontación nuclear.

Deng Xiaoping había recién anunciado la apertura de la economía de China, pero el país todavía no estaba en las pantallas de radar de las capitales o consejos empresariales de Occidente. Más aún, la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia seguían intactos. Con su comercio limitado a los países de la Comecon (Consejo para la Asistencia Económica Mutua), tenían pocos lazos con los países del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, bloque que representaba la mayor parte del PIB mundial. El año siguiente, asumió el cargo el Presidente estadounidense Ronald Reagan, quien inició una expansión militar para frustrar las amenazas y ambiciones que percibía en los soviéticos. Las reformas económicas de su gobierno dieron inicio a una prolongada expansión del país.

Este era el panorama en el cual el economista premiado con un Nobel Milton Friedman y el prócer fundador de Singapur Lee Kuan Yew lideraron la idea de que las reformas económicas conducirían a las reformas políticas. Friedman argumentaba que todas las personas, con independencia de su origen étnico, religión o nacionalidad, exigirían una mayor libertad política si probaban el sabor de la libertad económica. Si bien puede tomar más tiempo en algunos contextos que en otros, la libertad siempre acabaría por triunfar.

Estas ideas fueron muy influyentes y ampliamente difundidas entre las elites educadas y el mundo académico, los gobiernos y las empresas multinacionales en las últimas dos décadas del siglo veinte. Después de que Mijaíl Gorbachev se convirtiera en Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1985, pronto se convenció de que los soviéticos no podrían competir con el poder económico estadounidense. Intentar mantenerse al ritmo de la expansión militar de la administración Reagan dejaría en la bancarrota a la economía soviética, por lo que inició reformas políticas y económicas de corte liberal conocidas respectivamente como glasnost y perestroika.

Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989, mi colega de la Universidad de Stanford Francis Fukuyama sugirió en un famoso ensayo que todos los países acabarían por desarrollar democracias capitalistas mixtas. En términos hegelianos-marxistas, la historia se desenvolvería mediante un proceso dialéctico que culmina en el capitalismo, no en el comunismo.

Esta idea también era infecciosa. Cuando fui a Polonia con una delegación de empresarios estadounidenses poco después, el Presidente polaco (y jefe del partido comunista), General Wojciech Jaruzelski, declaró que las fuerzas históricas habían llevado inevitablemente a Polonia al capitalismo. Claramente, no podía salirse de la teleología marxista; el error de los comunistas sencillamente era que habían confundido el punto de destino.

Dado lo que se percibía que estaba en juego, es fácil entender por qué los gobernantes occidentales se apresuraron a ayudar a Gorbachev cuando la economía soviética comenzó a tambalearse. Declarando que “No podemos perder a Rusia”, el Primer Ministro británico John Major, el Presidente francés François Mitterrand y el Canciller alemán Helmut Kohl llamaban cada semana al Presidente estadounidense George H.W. Bush para pedirle un rescate de $100 mil millones (el equivalente a $220 mil millones de hoy) liderado por EE.UU. Conduje las negociaciones como jefe del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca de ese tiempo. Finalmente, dimos una ayuda pequeña y asistencia técnica. Y poco después la Unión Soviética se disolvía, dando pie a la Comunidad de Estados Independientes.

A pesar del fracaso de las reformas liberales soviéticas y de la masacre de la Plaza de Tiananmen en junio de 1989, Bush y los presidentes estadounidenses que le sucedieron siguieron fomentando las reformas en China, que desde entonces se ha convertido en una potencia económica y comercial, empequeñeciendo a Rusia en comparación. Para una generación de líderes que vivieron bajo la sombra de una rivalidad entre superpotencias nucleares alimentada por ideologías políticas en conflicto, las décadas de 1980 y 1990 fueron un periodo realmente notable.

Pero las celebraciones fueron prematuras. Putin no tiene intención alguna de respetar las normas globales y China ha evitado una y otra vez el camino que se esperaba de ella cuando fue admitida en la Organización Mundial de Comercio en 2001.

Aun así, merece la pena recordar que las reformas de Deng, al igual que las de Gorbachev, parecían improbables solo unos pocos años antes de ser anunciadas. En el contexto de hoy, solo cabe esperar que a Putin y Xi les suceda una nueva generación de reformistas. Si eso ocurre, tal vez los puntos de vista de Friedman y Lee sean reivindicados.

Pero es completamente incierto cuándo terminarán sus regímenes. El reto para los líderes occidentales es manejar los riesgos planteados por las armas nucleares rusas y la centralidad de China en la economía global y su creciente poder militar. Es una tarea que se realiza mejor con los ojos abiertos y una saludable dosis de escepticismo hacia las grandes narrativas históricas.

Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H.W. Bush’s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in official US inflation estimates. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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