La apuesta militar egipcia

Mientras millones de opositores a Mohamed Morsi continúan celebrando su derrocamiento, hacen caso omiso de las consecuencias a largo plazo de la intervención del ejército en el Estado y la sociedad.

El golpe blando está cargado de riesgos y ensancha la brecha ideológica entre islamistas y laicos. No resuelve las encarnizadas luchas sociales y políticas desplegadas en Egipto en los dos años transcurridos desde la retirada de Mubarak. Por el contrario, el giro de los últimos acontecimientos polarizará probablemente en mayor medida a la población egipcia, ya profundamente dividida sobre la identidad del Estado y el papel de lo religioso en lo político. Y socava el respeto tanto por la transferencia pacífica del poder como por los procedimientos y las normas institucionales. Será difícil que se restablezca la confianza entre los grupos rivales entre sí.

Por otra parte, el triunfante golpe de Estado devuelve a los militares al centro del panorama político y consolida su papel de pieza muy influyente y clave en el ejercicio del poder. Uno de los principales desafíos a que hicieron frente Egipto y otros países árabes a raíz de los levantamientos populares fue subordinar la voluntad de los líderes militares al poder civil. Esto se ha deshecho. Los futuros gobiernos de El Cairo no se atreverán a desafiar a los militares ni a intentar limitar su autoridad, un serio obstáculo a la democratización. Es una ironía que los mismos manifestantes que vitoreaban el derrocamiento de Morsi por la fuerza acostumbraban a ser los mismos que se opusieron a los generales gobernantes (Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas) en el periodo de transición post-Mubarak.

La oposición afirma que los militares no tenían más remedio que responder a la voluntad popular de millones de ciudadanos, cuyas pacíficas demandas de renuncia de Morsi topaban con una resistencia terca. La oposición no tiene en cuenta, sin embargo, que tenía otras opciones. El ejército podría haber introducido mecanismos de control y equilibrio político capaces de atarle las manos a a Morsi, utilizando su enorme influencia para forzar a la oposición de tendencia laica y a la Administración de signo islamista a sentarse a negociar un acuerdo pacífico.

Esto podría haber incluido el nombramiento de un nuevo primer ministro competente aceptable a ojos de la oposición, un fiscal general independiente para sustituir al leal a Morsi y una nueva redacción de la Constitución para hacerla más inclusiva y tolerante. De hecho, tales fueron las principales demandas iniciales de la oposición, que hasta más adelante no comenzó a insistir en que Morsi tenía que irse.

No se puede negar que Morsi fue su propio peor enemigo, sordo y ciego ante la inminente tormenta que al final lo barrió. Llegó a dominar el arte de crearse enemigos y de meter la pata y convirtió a millones de egipcios corrientes que le votaron en enemigos acérrimos. Era el hombre equivocado para gobernar Egipto, el país árabe más poblado, en esta crítica coyuntura revolucionaria. La crítica de Karl Marx a Napoleón III tras la revolución de 1848 se aplica acertadamente a Morsi: “La revolución fue una sorpresa, la vieja sociedad no se dio cuenta y el pueblo proclamó este golpe político como un gran hecho histórico que dio paso a una nueva era... (La) revolución es objeto de maniobras a cargo de un jugador no leal”.

Morsi no tiene la sensibilidad, la visión o la perspicacia política para hacer frente a los complejos desafíos estructurales de Egipto. En lugar de cumplir sus promesas, como las de más puestos de trabajo, mayor integración y al-Nahda, o renacimiento, hizo todo lo posible para monopolizar el poder y consolidar su movimiento islamista en las instituciones del Estado. Existe una creencia entre los egipcios de que Morsi subordinó la presidencia a los Hermanos Musulmanes, un error fatal, infligido a una nación orgullosa que llama a Egipto Um al Dunia (la madre del mundo).

Más de un año después de victorias parlamentarias y presidenciales, los islamistas han demostrado ser tan incompetentes como el viejo régimen laico en el manejo de la economía y la sociedad.

Morsi, de hecho, heredó un país políticamente polarizado y financieramente en bancarrota. Estos problemas, sin embargo, aumentaron bajo su mandato; las condiciones sociales y económicas empeoraron y se ahondaron las divisiones políticas. Lejos de mejorar la economía, el confuso estilo de gobierno de los islamistas ha exacerbado una crisis estructural y ha causado más dificultades y sufrimiento a los pobres y a la clase media menguante.

Lo que se despliega en Egipto es una lucha política-ideológica sobre el futuro del país. No es sobre el bien y el mal, como dirían algunos. Morsi era demasiado ambicioso en aras de su propia causa y su movimiento era incompetente, pero no era el mal encarnado. Existe un peligro real, sin embargo, de que la expulsión de Morsi por parte de los militares transforme este enfrentamiento político-ideológico en una lucha a vida o muerte.

El reto consiste ahora en evitar una repetición de los errores del pasado, como la gestión de los procesos políticos de arriba abajo, la persecución de los Hermanos Musulmanes y su exclusión de la arena política. Tal rumbo no hará más que reforzar la larga sensación de injusticia y victimización entre los islamistas, receta apta para una mayor polarización, inestabilidad y posible violento final de la experiencia democrática de Egipto.

Fawaz A. Gerges, director del Centro de Oriente Medio en la London School of Economics Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *