La arrogancia de las emociones

Cuando dirigió La dama de hierro, Phyllida Lloyd renunció a la venerable tradición británica del cine histórico, construida con una soberbia evocación de los hechos, para plantearse algo que en estos tiempos difíciles nos interesa mucho más. Lloyd quiso mostrarnos el despliegue de una personalidad, la formación de un carácter, la grandeza de una vocación de servicio. En una de las escenas relevantes de la película, una irritada Margaret Thatcher, cuando se le demanda qué sintió ante un acontecimiento doloroso, responde: «No me pregunte por mis sentimientos. Pregúnteme por mis ideas».

La respuesta de la dirigente conservadora no sólo contiene un reproche a la curiosidad banal de los periodistas sino que también transmite la defensa de un concepto de la integridad política y de las cualidades exigibles a quienes asumen la dirección de un partido y el liderazgo de una nación. No se trata sólo de la solidez de las propias ideas, sino del lugar que éstas deben tener en la tarea de un gobernante, obligado a establecer una clara jerarquía entre la indispensable atención a las emociones y el razonable sentido de la responsabilidad.

Lo alarmante es que la actitud de madurez intelectual —y, desde luego, emocional— de quien representa intereses generales se diluya en los momentos críticos en los que se hace más necesaria. Lo penoso es que, en el lugar donde deberían estar los políticos que sostienen esa primacía de las ideas, asoman los caudillos que confunden la racionalidad de la ciudadanía con el éxtasis de la nación, la sobriedad del patriotismo con la embriaguez de la comunidad.

Líderes populistas crecidos como riadas, salvapatrias llamados a misiones históricas, ellos son uno de los problemas mayores de nuestro tiempo. Presumen de estar mejor «conectados» con su pueblo y elevan a la categoría de afirmación nacional lo que sólo es una entrega al irresponsable romanticismo juvenil y al vergonzoso estallido de la inconsciencia. No sólo aprovechan un tiempo de crisis económica en el que la quiebra de las relaciones sociales normalizadas trata de compensarse con el ensueño de una identidad colectiva imaginaria y la búsqueda de paraísos artificiales. Lo hacen, además, cuando creímos que nuestro bienestar material estaba asegurado y nos permitimos desdeñar las razones sobre la que se constituyó nuestra democracia, cuando los valores fueron sustituidos por los impulsos afectivos, la excitación estética tuvo más prestigio que la exigencia moral y cualquier pasión escenificada pareció más convincente que la exposición de un argumento. La frivolidad de una sociedad opulenta nos permitió volver a jugar con fuego, porque nos sentíamos lo bastante seguros como para ser tolerantes con una malformación de la política que habría de resultarnos peligrosa.

No debe extrañarnos la facilidad con la que nos hemos vuelto amnésicos, en un país en el que, como en ningún otro de nuestro entorno, las reivindicaciones de la mal llamada memoria histórica gozan no sólo de prestigio, sino de impunidad científica. Esa aproximación sentimental a nuestro pasado, donde el fanatismo del hincha desplaza a la serena reflexión, nos ha impedido reaccionar como lo han hecho los europeos, siempre en guardia ante un movimiento que estuvo a punto de arrojar nuestra civilización al sumidero de las orgías identitarias, de la feroz estética de los pueblos elegidos y de la mitología instalada en el lugar donde debería hallarse la razón.

Parecemos haber olvidado, en efecto, que algunas de las tragedias ante las que se rebeló nuestra cultura, tras haber superado los peores lodazales del siglo XX, no fueron el resultado de un exceso de ideas, sino del cuestionamiento de todas ellas. El drama de Europa procedió de la arrogancia de las emociones, de la enfermiza sensualidad de los nacionalismos en estado de revancha. Aquel asalto a la razón caracterizó el momento en que nuestra cultura estuvo a punto de ser depositada en el basurero de la historia. Sólo los efectos más espantosos de aquella infamia, sólo las masacres de los inocentes a manos de proyectos totalitarios en los que se manifestaban los peores desequilibrios de una patología social, pudieron devolvernos el sentido de la orientación que habíamos perdido.

Nuestra civilización consiguió levantar el vuelo en el momento en que se percató de la inhumanidad de los proyectos totalitarios y denunció el cálido entusiasmo que despertaban en una sociedad indefensa y desesperada. La democracia, sin embargo, siempre ha perecido cuando se ha creído menos representativa que el populismo. La libertad ha muerto allí donde se ha sentido menos cómoda que la sumisión. El ciudadano se ha extinguido allí donde se ha considerado moralmente inferior a una comunidad que exige silenciarlo para hablar en su nombre.

Cuando, en los años de la Transición, los españoles emprendimos nuestra galopada democrática, no se nos pidió que prescindiéramos de la emoción de sentirnos partícipes de una misma tradición ni que rebajáramos nuestra pasión por la libertad. Lo que se nos enseñó fue a no confundir un rumbo con una deriva sentimental. Lo que aprendimos fue a no dejarnos arrastrar más que por el vigor de las ideas y el dictamen de la razón.

Los conflictos que ahora atraviesan nuestra nación tienen una grave y penosa envergadura. Traicionan todas las convicciones sobre las que fuimos capaces de instaurar — creímos que definitivamente— un orden superior y razonable en el que nuestras ideas pudieran convivir. Esta subversión de la razón, este contrasentido de la política se reviste de especial virulencia en momentos definidos por la precariedad, por una inseguridad que busca, desesperadamente, tablas de salvación que se confundan ya no con los restos de un naufragio, sino con las tablas de la ley donde se escribe el destino de un pueblo elegido y el trato a dar a los infieles. Pero estamos sobre aviso… Y a nuestros dirigentes no les debemos consentir que, a causa de su sobreexcitación emocional, prefieran la circunstancia de portavoces de pasiones a la condición de inspiradores de ideas. El verdadero líder político no es el recipiente de las efusiones afectivas, no es quien da autoridad legítima a un rumor sentimental, no es quien se limita a dar fe del humor de la calle, sino quien introduce el cauce de una razón de Estado en los intereses permanentes y generales de toda una nación.

Lo que menos necesita España en esta crisis es la pérdida de la identidad democrática. La intensidad emocional del populismo no es un camino hacia el futuro, sino un atajo hacia la evasión, un falso consuelo en tiempos de incertidumbre, un farsante escenario donde se dramatiza la voluntad de los ciudadanos. La calidad de nuestra democracia debe basarse en ese tipo de líderes que no aceptan que nuestras decisiones se midan por la exuberancia de sus emociones, sino por la fuerza tranquila de la inteligencia. Esos líderes a quienes, en tiempos de convulsiones afectivas, dejemos de preguntar por sus sentimientos para poder interrogar sobre sus ideas.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *