La asignatura del día siguiente

Barcelona sufrió el jueves en la Rambla –uno de los paseos más diversos del mundo– un horrible atentado. Una camioneta recorrió 500 metros buscando matar o herir al mayor número de personas. El ISIS lo reivindicó y hay víctimas de más de 30 países.

Lo sucedido hace un año en Niza –un camión, arma homicida en manos de un chófer fundamentalista, ayudado por otros fanáticos y con un objetivo de impacto mediático– se ha extendido ya a ocho ciudades, como Berlín, Londres, París… y ahora Barcelona. No era imprevisible, porque desde los Juegos Olímpicos impulsados por el alcalde Maragall de hace 25 años Barcelona se ha convertido en una capital mundial apreciada por su modernidad, tolerancia y cosmopolitismo. Además, ahí está el gran éxito turístico de los últimos años. Y la presencia de muchos inmigrantes, algunos radicalizados, ya había hecho que los Mossos y otros cuerpos de seguridad extremasen la vigilancia.

Pero –lo ha dicho bien la alcaldesa Colau– la seguridad al 100% es imposible en una ciudad abierta. El jueves por la tarde la ciudad quedó conmocionada, pero el mismo viernes se recuperó no la normalidad –imposible– pero sí el pulso. Y Barcelona, gritando que no tiene miedo a seguir siendo abierta, se ha gustado. La gran asistencia al minuto de silencio de la plaza de Catalunya, con la presencia de Felipe VI y los presidentes Rajoy y Puigdemont, indica que se ha reaccionado con mayor sensatez que tras el atentado de Atocha del 2004. El comité de crisis posterior y la rueda de prensa conjunta de Rajoy y Puigdemont –algo que ya debió suceder el día anterior– lo corroboran. La bandera de la UE y de España a media asta en el Parlamento Europeo es emblemática y una de las grandes muestras de solidaridad recibidas.

Pero ya estamos en el día siguiente. Lo primero que debemos asumir es que –según las informaciones policiales– el atentado habría sido peor sin la fortuita explosión de Alcanar. Lo segundo, que lo sucedido no es ningún seguro de futuro. Barcelona quiere seguir siendo una ciudad abierta, pero deberá incrementar su seguridad. Ya pasó en París. Lo tercero es que el buen nombre –la marca Barcelona– es parte sustancial de nuestro activo y bienestar. El turismo –que se debe ordenar, como el tráfico o la industria– es casi un 15% de nuestra riqueza y no se nos puede escapar. Y tenemos pendiente la candidatura a ser sede de la Agencia Europea del Medicamento, que se decidirá en pocas semanas y cuya consecución ahora sería muy relevante.

¿Qué debemos hacer? Todo el mundo habla de unidad, pero la unidad total es casi imposible más allá de ciertos momentos. Pero es indudable que Barcelona y Catalunya –un país pequeño que en parte pivota sobre la capital– necesitan más cohesión. Quizá el éxito nos ha permitido unas fracturas basadas más en las ideas y los instintos básicos que en los intereses.

¿Es bueno que el ayuntamiento, con 41 concejales, esté gobernado solo por 11 (15 tras la incorporación de Collboni y el PSC) que a veces hablan como los únicos legítimos y miran al resto como algo espurio? ¿No sería mejor afrontar esta difícil etapa –París ha sufrido tras los atentados y el Financial Times apuntaba a los desastres de Trump y al miedo a los atentados tras Barcelona como causa de la caída de Wall Street– con un gobierno mayoritario y más fuerte? La incorporación rápida del PDECat al gobierno municipal no sería fácil. Toca al amor propio de comuns y convergentes y al orgullo de Ada Colau y Xavier Trias, pero hoy podría convenir.

Hace muchos años, en los primeros 70, algún organismo que no recuerdo me invitó a Amberes. Allí, en el ayuntamiento la coalición entre democristianos y socialistas era un dogma. Sorprendido, pregunté por qué, y la respuesta fue tajante: incrementar el tráfico del puerto la hacía inevitable. Aquí pasó algo así con Samaranch cuando los JJOO.

¿Y Catalunya? Puigdemont dice que mezclar independentismo y terrorismo es de miserables. Tiene toda la razón. Pero sería de estúpidos dejar de valorar las circunstancias. Relativicemos las grandes causas, de las que no se come. ¿Es inteligente, tras el atentado y cuando la última encuesta del CEO dice que el 49% de los catalanes, contra el 42%, no quiere la independencia, ir a un choque interno? ¿Y con España y la Unión Europea?

Quizá sería más útil suspender las líneas rojas. También Rajoy la línea roja de la Constitución. Sí, la Constitución existe –más que Teruel–, pero no es sagrada sino un muy solemne pacto político que se puede cambiar. Lo dijo Marx (Groucho).

Joan Tapia

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